A las afueras del Archivo Nacional, una mujer enseña a través de ese
pasaje del Génesis en el que Abraham debe sacrificar a su hijo.
Ella habla
acerca de la obediencia, y con este ejemplo intenta dejar en las mentes de lustrabotas y vagabundos, la evidencia de que obedecer a Dios siempre es lo
mejor. Ella casi declama, cuando Jehová envía a un ángel, e invalida la orden,
ofreciéndole un carnero que se ha quedado enredado en una zarza.
Pero entonces, yo me pregunto, como podrán analizar, estos muchachos,
una historia en la que un Dios ordena la muerte de un niño sin ningún
motivo. Habrá que explicar, los rudimentos de una doctrina, que ha cambiado con
el tiempo, de la barbarie de la ley, a la esperanza de la gracia. Dios mismo ha
ido comprendiendo al hombre a través del tiempo, este conocimiento de los
errores, del carácter humano, de sus faltas, de sus aciertos, hizo con el
tiempo un Nuevo Testamento. Pero en la
época de Abraham, cuando todavía no se habían dictado los mandamientos, todo corría
por cuenta de una voz absoluta, que podía dictar con tremenda arbitrariedad la
vida y la muerte.
Fueron tres días de camino.
Ellos eran más de dos, por los siervos del patriarca, a los que dejó
lejos, ¿por qué? Si nosotros intentamos entender ese extraño pacto, no sería
arriesgado decir que, menos iban a entender los súbditos. Moriah quedaba a tres días de camino, en todo
ese tiempo, Abraham le daba oportunidad al muchacho de recrearse en el panorama.
Desierto y el más encantado yermo donde se aparecían ángeles y
prodigios. Estamos asistiendo al inicio de todo, con el soplo del viento árido
del mar mediterráneo, matorrales y espinos,
levantamiento de dunas naciendo de la arena, terruños ocres que modela
el aire. Los pies cansados de la larga caminata bajo el sol. Luego el
atardecer, la fogata y una pequeña conversación antes de tender las camas
dentro de las tiendas de campaña.
-
Padre mío.
-
Heme aquí.
-
He aquí el fuego y la leña…
-
Ya es hora de dormir, mañana me preguntas lo que
quieras.
El silencio de la reverberación del
aire.
La madrugada se extendió como una sábana de entusiasmo. Por alguna
razón del clima, el sol se extendió sin fronteras y parecía que nunca volvería
la noche. Riendo, Isaac se lavó la cara y comió con su padre la primera ración
del día. Eran lentejas y un trozo de pan. Luego, el mismo Abraham lo consoló
diciendo:
-
No te preocupes, ya vamos a llegar –mientras le
ofrecía un cuenco con agua.
-
No estoy impaciente, me gusta el viaje; no
siempre tienes tiempo para salir. Hasta ahora que conozco esta tierra.
-
Súbete ya al camello, debemos seguir.
-
¿Llegaremos hoy?
-
Ya estamos cerca, si hace buen tiempo y todo va
bien, antes del medio día.
Los siervos nunca preguntaban nada hasta que su señor les hacía
indicaciones. Esa era la costumbre. Todos
estaban intrigados, el viaje no había sido extenuante, llevaban las raciones
necesarias, pero todo parecía precederle la incógnita. Sin embargo, habían
visto a Abraham intentando que todo pareciera un viaje de padre e hijo. Fueron
ochocientos kilómetros, hasta ver la empinada llanura de Moirah.
-
Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho
iremos hasta allí y adoraremos, y volveremos a vosotros.
-
Así sea –respondieron.
Isaac se puso en camino a la par de su padre. Se ve la diferencia en
los pasos. El niño corre alegré de acompañar a su padre, que ahora lo mira con
oculta devoción. Tu único hijo,
resuena en su mente, a quien amas, Isaac. Mudo, intensamente preocupado y
triste, mira la arena que levanta el viento, siente el calor del desierto y
todo lo recorrido. Hubiera querido que durara un día más, por lo menos, piensa.
Hubiera dado todo porque no llegara ese momento terrible, ese momento preciso de
consumar un crimen. ¿Por qué voy a matar a mi hijo? Dios, eterno y verdadero,
por qué. Tu mente es infinita, tu corazón es de otro mundo. Pero en esta tierra
voy extrañar a mi hijo. Tu hijo, tu
único, Isaac, a quien amas. ¿Cómo me voy a olvidar de todo? ¿De qué tamaño
será mi culpa? ¿Qué le voy a decir a Sara?
-
Padre mío.
Y él respondió:
-
Heme aquí, mi hijo.
-
He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el
cordero para el holocausto?
-
Dios se proveerá de cordero para el holocausto,
hijo mío. ¿Esa era tu duda anoche?
-
Si.
-
Ya verás cuando lleguemos –le dijo, en un tono triste, tratando de no pensar en el filo del cuchillo, ni en lo haría con él.
Isaac empezó a tener una pequeña desconfianza, una espinita, que solo
fue disipándose con la esperanza de un cordero que su padre tendría preparado,
ya que se lo dijo con una seguridad probada a través de los años, no solo con
él, sino con su madre, a la que Abraham podía tranquilizar con una simple
mirada. Pero de todas formas, Isaac oro a Dios y le entregó también su
confianza, diciéndole que tanto camino debería ser recompensado con un cordero
para el sacrificio.
Al llegar, Abraham edifico un altar, compuso la leña, y sin decir
absolutamente nada, ató a su hijo. Lo cargó, sin que se quejara por nada y lo
acostó sobre la leña. Esté siguió callado, cerró además los ojos, no para orar,
sino para dejar de ver a su padre conmovido, clamando, mientras acercaba más
leña y la ordenaba a su lado, listo para encenderla, luego del sacrificio. Y
extendió Abraham su mano y tomó el cuchillo para degollarlo.
Al levantar el rostro por última vez, oyó voces que decían su nombre.
Es mi angustia, se dijo. Pero entonces, Isaac abrió los ojos y advirtió a su
padre con la mirada. Fue cuando Abraham
vio al ángel de Jehová gritando su nombre.
-
¡Abraham, Abraham!
-
Heme aquí.
-
No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le
hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu
hijo, tu único.
Entonces desamarró a Isaac y este lo ayudó a destrabar al carnero que
luchaba por soltarse de unas ramas.
-
Antes ofrezcamos el sacrificio, y tu vas a
sacrificarlo en agradecimiento –ordenó Abraham a Isaac, que lo miraba comunicándole
su entusiasmo.
-
Padre mío, yo te ayudo a subir el carnero.
-
Amarra sus patas, ves es cuerda.
-
¿La misma con la que estaba atado de manos? –preguntó
Isaac, como si quisiera que todo pareciera menos grave.
-
Si, hijo, esa –respondió Abraham, al punto que
encendía una tea y la empujaba bajo la leña.
La sangre del carnero goteaba de las piedras en abundancia. Las
llamaradas fueron creciendo y los leños tronaban junto con la carne
carbonizándose. Isaac se arrodillo y dio gracias. También Abraham lo hizo,
luego de oír una promesa de Dios.
-
Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por
cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto
te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y
como la arena que está a la orilla del mar; y tu descendencia poseerá las
puertas de sus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la
tierra, por cuanto obedeciste a mi voz.
Sara murió a la edad de ciento veintisiete años. Nunca supo nada. Ni
ellos volvieron a hablar sobre lo que pasó. Isaac siempre recordó aquello como
uno de los primeros encuentros con Dios, y no lo cuestionó nunca, como tampoco
culpó a su padre que siempre guardo silencio porque no podía hablar ya de eso.
Y así termina la historia, pero como me hubiera gustado decirle a esa
señora que el más obediente de los dos había sido Isaac.