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jueves, 23 de octubre de 2008

GIOVANNI PINZON, un filosofo disfrazado de Rock.




Lo vi una primera vez en un concierto. Estaba cantando sobre un pequeño estrado en la Bodeguita del centro. Julio Calvo y Francisco Sandoval, mucho mayores que yo, me invitaban a meterme entre la estampida de adolescentes que saltaban frente al mundo y contra el mundo. Giovanni tendría una barba tupida de inmigrante árabe y una mirada sencilla y por momentos inquisidora. Recuerdo que llegó hasta nuestra mesa y converso sobre viajes posibles y viajes imposible, es decir, dijo al final que mucha gente viaja a Egipto pero al sentir la ira del sol, prefieren disfrutar de su hotel cinco estrellas con fotos de pirámides. En realidad me pareció afectado por algún tipo de tic nervioso, quizás por las drogas.
Un medio día leí en el periódico algo sobre la libertad de expresión y ahí fue donde nació mi orgullo por aquel rockero disipado que nada tenía de eso, sino más bien era como luego intuí, un disfraz que siempre le hubiera hecho bien hasta a Sócrates. El texto sobre libertad de expresión lo guardé y una noche en Antigua Giovanni me lo firmó.
Por una casualidad una tarde pase por un lugar asombroso. Estaba en una esquina rodeada de edificios de concreto y ese sitio mantenía una atmósfera de fauna, con sus sombrillas de Marlboro y unos árboles de portada con sus cortezas húmedas. Al fondo vi salir a Giovanni vestido con los telares de Solola y una bolsa traída de Indonesia. Era suerte pura, estaba tomando un delicioso café late en Café Oro, hablando de todo con el vocalista de aquella banda a la que ni le había puesto atención. Estuve llegando al Café por todo ese año. Me gustaba tanto ir a los conciertos de este grupo. Podía uno salir con la playera rota o mojada, podía uno catar a grito partido las canciones esas de Bohemia que nunca se sabe bien a quien van dirigidas y de que tratan, y uno podía cantarlas en Pana o en Antigua con seguridad espiritual de que se estaba cantando sobre algo que valía la pena, el amor, el odio, el presente, la vida que pasaba desde abajo o arriba de la estampida humana que se abalanzaba contra el escenario como un búfalo huraño.
Giovanni logró algo que muy pocos lograban en el país, logró hablarles a toda una generación de guatemaltecos sobre la cultura de paz, y roció de poesía los escenarios, y pinto sus obscenas y criminales visiones en lienzos que aún no se han expuesto del todo. Una de las ceremonias que esperábamos aquella noche en el Liceo Guatemala, era que leyera un poema sobre el fin del conflicto armado. Lo hizo. Pero antes nos contó de que lo habían expulsado de esas aulas, y que lo habían golpeado a medio campo de fútbol. El poema era una evocación de Asturias, el maíz, y los obreros.
En donde estaba el Café Oro debiera haber una placa, muchos de los músicos que inventaban sus melodías, muchos de los poetas e intelectuales, y como Giovanni decía, también los mentirosos y los drogadictos y los peores héroes de la patria, esos santos desquiciados, fueron cómplices del manantial de vitalidad que regó una generación de post-guerra, que como dijo por ahí Allan Mills, no prometieron nada, y lo dieron todo.
Sobre las canciones que escribió Giovanni me llevaría el disco solista, y de Bohemia su recopilación de sus diez años. Canciones como Peces e Iguanas, Dios es Ajeno, Oberol, y Del Fin, son parte de esa época deslumbrante de los noventas.
Parece mentira, inventado, algo sacado de una pelicula de Buñuel, pero fue cierto, Giovanni Pinzón tuvo una revelación celestial en una cama de un hospital, luego de que una bala le rozara por la frente, y se levanto siendo otro, quizas un cantantante, un místico o un loco que canta pintando, lo cierto es que luego de esto fue todo lo que ya han dicho en los diarios, en las revistas, en la radio.

Picto—grafías

Hace años, Javier Payeras me dio el consejo de leer el ABC of Reading de un exiliado norteamericano en Paris, llamado naturalmente: Ezra...