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martes, 2 de marzo de 2010

TERREMOTO EN CHILE/ COLABORACION DE JUAN PABLO MENESES


Ahora debería estar en Buenos Aires. Después de unos días de paso por Santiago, la tarde del sábado 27 de febrero despegaba mi avión hacia Argentina. Sin embargo, a esa hora el Aeropuerto Internacional de Santiago ya estaba en el suelo. Las noticias no dejaban –no dejan, hasta ahora- de mostrar derrumbes y muertos y heridos y se informaba de la clausura de los vuelos hacia el extranjero. Sigo en Santiago, y el terremoto cada vez se ve peor. La habitación 514 del hotel donde me hospedaba comenzó a sacudirse lentamente. Cuando tu cama se mueve en mitad de la noche, te despiertas sobresaltado. Te asustas, mientras la intensidad del terremoto aumenta cada vez. Primero se caen las lámparas de la mesa de luz, luego los vasos, y en seguida comienzan a sonar las alarmas de los autos estacionados en la calle. Pasan los segundos y el movimiento no cesa, crece. Crece, y con ello la sonajera vidrios y derrumbes y los primeros gritos. Crece, y la estructura del edifico cruje como una escalera de madera. Crece, y te sientas a los pies de la cama sin saber si arrancar por la salida de emergencia o esperar que todo pase. Crece, y ahora se corta la luz y esto es grave. Piensas que en cualquier momento se cae el techo, piensas que si esto se derrumba costará que te encuentren, piensas que hay millones pasando por lo mismo y piensas -porque en Chile tenemos cultura de terremoto- que hay gente aún peor: la que vive en el epicentro. Crecí escuchando expresiones como placas tectónicas, corteza terrestre, escala de Richter, escala de Mercalli, falla geológica. Sin embargo, la más importante siempre fue el epicentro: ahí donde todo lo que habías sentido, se había vivido mucho peor. El último terremoto grande que viví fue el de Santiago en 1985. Sin embargo, el del ahora, el de la habitación 514 en un hotel de Providencia, fue el más violento de todos. Los estadísticos dicen que se encaramó al quinto más duro de la historia, y supera por mucho la fiereza del último en Haití. La tierra se movía sin piedad, y eso que muchos imploraban “¡que se termine, por favor!”. Cuando por fin paró, cuando el baile forzado se detuvo, uno sabía que no estabamos frente a una simple sacudida. En el lobby del hotel, a oscuras y con todos los pasajeros en la calle, tenpian encendida una radio a pilas. Ahí escuché por primera vez: El epicentro está en la región del Biobío. Si el epicentro estaba a 500 kilómetros al sur, y aquí se había movido de esta manera, medio país estaba en el suelo. Han pasado los días. Buena parte del Chile entra Santiago y Concepción tiene daños. Como si no bastara el sismo, después del terremoto el mar se entró profundo, volviendo a salir en olas gigantes que se comieron varios pueblos costeros de la región del Maule. Al día siguiente, después del terremoto y el maremoto, comenzaron los saqueos. Los militares salieron a las calles en distintas ciudades. Llegó el toque de queda y, como todos los toques de queda, uno sabe cuando llega pero nunca cuando se va. La ayuda falta, y los pobres la claman por medio de micrófonos multicolores que se multiplican alrededor de los lamentos. La televisión muestra turbas que entran a los supermercados por leche y por comida, pero también por lavadoras y televisores plasmas. El debate se centra en si se roba por necesidad o por delincuencia. Se habla de recuperar el orden perdido. Se implora ir al rescate inmediato de esos pequeños pueblos costeros que todavía no reciben ayuda. Chile se sigue sacudiendo. Los supermercados aparecen como el gran botín. Los militares patrullan las casas comerciales. Palabras como "saqueo", "pillaje" y "delincuentes" se mezclan con "damnificados", "abandonados" y "pobres". El terremoto no para, y seguirá por muchos días. Si un terremoto de esta magnitud solamente fuera ese par de minutos donde piensas lo peor, donde llegas a creer que terminarás tus días atrapado en un hotel derrumbado, no sería tan duro. Pero ya han pasado varias noches, y las noticias son cada vez peores. La televisión siempre tiene nuevas imágenes de violencia, la radio no deja de dar nombres de desaparecidos y en Internet transmiten la desgracia y las miserias humanas con gráficos interactivos. El aeropuerto sigue cerrado, y con ello mi regreso a la Argentina. Alguna vez deberé agradecer que la tragedia la pasé aquí, cerca de mi familia y amigos, escuchando a mis sobrinos como relatan el primer gran temblor de sus vidas. Agradecer de que pude presenciar, en directo, cómo un terremoto se transforma en una gran zamarreada. Es una sacudida que nos despierta. Aunque ahora que despertamos, muchos están asustados: a nadie le está gustando ver lo que esconde una sociedad adormecida.
CRONICAS ARGENTINAS ACA

lunes, 12 de octubre de 2009

BRASIL OLIMPICO POR ALAN MILLS


Colaboración de Alan Mills.
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Me queda claro. Clarísimo: poco sabemos realmente, latinos, apenas entendemos algo de ese espejismo inmenso llamado Brasil. Nos seduce, nos aterra. Y nos salva: hacia allá correremos ahora. Hemos comenzado a refugiarnos en sus embajadas. Ya sabemos que este ornitorrinco tremendo usará el pico para intimidar a los delirantes pirómanos de nuestra historia. Yo aprendí portugués trabajando para una empresa de mercadeo. Y luego llegué a disfrutar esta lengua en toda su dimensión plástica (sí, como si mirásemos los suspiros que forman las palabras por el aire), caminando esas calles adornadas de belleza, o bebiendo cervejinhas en Sao Paulo. A veces también me asusto. Pelé es un monstruo de dos cabezas: por un lado admiramos al niño negro que aprendió a jugar descalzo, pateando cocos desde las favelas hasta ganar varias copas del mundo; por el otro lado nos provoca un espanto singular mirar su cara de androide risueño hasta en las bolsas de comida para perro. Hay una intermitencia dialógica entre una dimensión visible de libertad corporal, alegría e industrialización, con otro mundo perdido, también llamado Brasil, donde pareciera que "bailan sobre cadáveres" y donde los nombres aborígenes son sólo nombres de calles perfectamente asfaltadas. Lo cierto es que hoy por hoy se vive la efervescencia olímpica por el Brasil, es la simpatía mundial, y hay un optimismo desbordado que hasta por momentos quisiera sugerirnos el final del sueño americano, para pasar ahora a construir la humanidad con la forma de un gran carnaval. Y nosotros queremos bailar con ellos, aunque nos miren con esa suspicacia de quien conoce bien los materiales con los que se arma el concreto que resiste a todo incendio. En ningún lugar se vive con tal intensidad la hibridez fronteriza entre los cosmos virtuales y sus efímeras, aunque intensas, chispas de materialidad sensual. En Brasil conocen muy bien la forma de crear proyectos acromegálicos y saben venderlos. Hay una fingida ingenuidad y un pragmatismo que podría sentar un modelo global de vida práctica. Política sin euforias, economía sin complejos: tecnología populista. ¿De verdad están bailando? A veces los brasileños nos piden que incendiemos algo, es verdad, pero finalmente lo interpretan nada más como si aquello fuera una instalación de arte. ¿Les gustará jugar con los pirómanos?, ¿construirán con los restos de nuestro desastre otro espectacular edificio en la Avenida Paulista?
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La autoridad de la barbarie

Me ha parado la policía: ¿Documento de identificación? No lo traigo, respondo. (Los dos oficiales muy serios), uno de ellos alza un cuader...