Al
llegar, el aire se descubre más frágil, casi improbable contenido en su mural
escultórico. Pero ya desde la entrada misma, es rotundo el moho de la orfandad.
El desamparo es el que espanta por todos lados, es su presencia la que se
siente con todas las ganas juntas de la nada. Los fríos pisos tienen la misma
carga sentimental de otros tantos edificios de gobierno, ya sea por sus
azulejos añejados que han sido barridos por trapeadores hasta casi borrarlos, o
por sus paredes y molduras art noveau.
El mismo fantasma de siglos vestido con la exacta estética de desierto, que el tiempo ha roto a
girones y a mordidas en gradas y tapices. Lienzos que se presienten rodeados de
muertos celebres y calaveras brillantes.
Los que han colonizado sus salas y, sufren la
falta de agua y de papel toilette, son los jubilados solterones o desempleados
estacionarios que llegan puntuales (y a diario), a instalarse con un súbito
apetito escolar. Son ellos los eruditos nómadas, barbados y veteranos, que en
ocasiones han llegado hasta a guiar a algún novel estudiante, que llega a la
puerta con facha de extraviado. Son ellos mismos los que a menudo caminan por
allí como náufragos buscando un atlas enorme para pasar el tiempo con estilo. Saludan
a todos los empleados y hablan muy quedo que debieran mejorar las cosas en el
gobierno.
Las sombras se presienten hasta de día, pero
por la tarde es ya evidente. Las lámparas descompuestas y bugías en mal estado
no parecen ser el mal, sino el desamparo
ordinario y definitivo, el desprecio sin sutilezas que se hace concreto por
todos lados.
En el salón mayor, a la entrada, hay algunas
mesas de ajedrez con tres o cuatro jugadores pensativos. Siempre están allí,
eso pareciera, de nueve de la mañana a cuatro y media de la tarde, cuando una
mujer policía anuncia irrevocable que ya es hora de salir. No solo ella avisa,
también algún bibliotecario desesperado, al que le urge salir de aquel edificio
ensombrecido. Sacan a la gente, como si de permanecer después de la hora, les
fuera a caer encima una maldición africana, que los condenara de por vida a
quedarse en aquella atmosfera húmeda de condenación solitaria. Y es que en realidad muchos creen que allí
espantan, que aparecen los muertos por las noches, que se oyen voces. Yo no
sé. Pero si he leído que en Ruido de
Fondo, un hombre entra a la hemeroteca y se da cuenta que todos en la sala son
desempleados y que además, no le quieren prestar el diario para que él
encuentre una oferta de trabajo, de pronto va sintiendo miedo, mucho miedo. Y
es que allí, no solo se ha detenido el tiempo, sino que hasta pareciera que uno
va a en retroceso. Solo se puede ir para adelante cuando alguien abre un libro,
pero la cosa es que cada vez llegan menos a abrir libros.
Los anaqueles son grises y los libros parecen
tan viejos y cansados tanto como los bibliotecarios, que a veces parecieran
llevar una carga tan pesada con solo devolver algún libro a su sitio. Los
rostros de hombres, como próceres, como expresidentes muertos y gobernadores se
precisan en blanco y negro, en lo alto de las paredes. Paredes donde se
sostienen muertos los relojes que ya no caminan.
Ahora, son pocos los escolares que vienen a
estudiar a la biblioteca, mucho menos los que vienen a consultar alguna duda y,
no creo que sea por la intervención de las nuevas tecnologías y
plataformas, que de alguna forma se han
ido delatando con evidentes mentiras y falsos contenidos. Desde 1957 la Biblioteca Nacional ha estado
frente al Parque Central, y de esos años en adelante, fueron décadas que muchos
ciudadanos y alumnos de distintos centros de estudio entraron por sus puertas
en busca de referencias o señas para completar sus investigaciones.
Imagino a todos esos empleados jóvenes y
felices que se cruzaban de lado a lado sobre los pedales de la cultura; los
mismos que ahora, en edades imposibles, se sientan todo el día a esperar el
cierre o la jubilación. Muy lentamente, casi con voz de susurro en los pies y
la boca llega uno de los bibliotecarios más conocedores, el mismo que todos
llaman para consultas, el mismo que ahora dirige a un grupo de alumnos del
lobby al salón de referencias. Estos alumnos a su vez llevan una libreta con
dibujitos estúpidos, imitan su asombro cuando se les muestran esos anaqueles
grises con libros empolvados. Uno de ellos juega al WhatsApp, el otro ve
Facebook. Parece que los pocos que escuchan parecen advertir, sin darse cuenta,
que los llevan por los pasillos de un cementerio de celebridades, un lugar
lleno de despojos de guerra y todo lo ven casi con una misericordiosa
clemencia, la igual que al profe, que les parece demasiado viejo.