martes, 27 de febrero de 2018

OTRO CUENTO DE TERROR/ EN PROCESO




                 

Al llegar, el aire se descubre más frágil, casi improbable contenido en su mural escultórico. Pero ya desde la entrada misma, es rotundo el moho de la orfandad. El desamparo es el que espanta por todos lados, es su presencia la que se siente con todas las ganas juntas de la nada. Los fríos pisos tienen la misma carga sentimental de otros tantos edificios de gobierno, ya sea por sus azulejos añejados que han sido barridos por trapeadores hasta casi borrarlos, o por sus paredes y molduras art noveau. El mismo fantasma de siglos vestido con la exacta estética de desierto, que el tiempo ha roto a girones y a mordidas en gradas y tapices. Lienzos que se presienten rodeados de muertos celebres y calaveras brillantes. 
Los que han colonizado sus salas y, sufren la falta de agua y de papel toilette, son los jubilados solterones o desempleados estacionarios que llegan puntuales (y a diario), a instalarse con un súbito apetito escolar. Son ellos los eruditos nómadas, barbados y veteranos, que en ocasiones han llegado hasta a guiar a algún novel estudiante, que llega a la puerta con facha de extraviado. Son ellos mismos los que a menudo caminan por allí como náufragos buscando un atlas enorme para pasar el tiempo con estilo. Saludan a todos los empleados y hablan muy quedo que debieran mejorar las cosas en el gobierno.
Las sombras se presienten hasta de día, pero por la tarde es ya evidente. Las lámparas descompuestas y bugías en mal estado no parecen  ser el mal, sino el desamparo ordinario y definitivo, el desprecio sin sutilezas que se hace concreto por todos lados.
En el salón mayor, a la entrada, hay algunas mesas de ajedrez con tres o cuatro jugadores pensativos. Siempre están allí, eso pareciera, de nueve de la mañana a cuatro y media de la tarde, cuando una mujer policía anuncia irrevocable que ya es hora de salir. No solo ella avisa, también algún bibliotecario desesperado, al que le urge salir de aquel edificio ensombrecido. Sacan a la gente, como si de permanecer después de la hora, les fuera a caer encima una maldición africana, que los condenara de por vida a quedarse en aquella atmosfera húmeda de condenación solitaria.  Y es que en realidad muchos creen que allí espantan, que aparecen los muertos por las noches, que se oyen voces. Yo no sé.  Pero si he leído que en Ruido de Fondo, un hombre entra a la hemeroteca y se da cuenta que todos en la sala son desempleados y que además, no le quieren prestar el diario para que él encuentre una oferta de trabajo, de pronto va sintiendo miedo, mucho miedo. Y es que allí, no solo se ha detenido el tiempo, sino que hasta pareciera que uno va a en retroceso. Solo se puede ir para adelante cuando alguien abre un libro, pero la cosa es que cada vez llegan menos a abrir libros.
Los anaqueles son grises y los libros parecen tan viejos y cansados tanto como los bibliotecarios, que a veces parecieran llevar una carga tan pesada con solo devolver algún libro a su sitio. Los rostros de hombres, como próceres, como expresidentes muertos y gobernadores se precisan en blanco y negro, en lo alto de las paredes. Paredes donde se sostienen muertos los relojes que ya no caminan.
Ahora, son pocos los escolares que vienen a estudiar a la biblioteca, mucho menos los que vienen a consultar alguna duda y, no creo que sea por la intervención de las nuevas tecnologías y plataformas,  que de alguna forma se han ido delatando con evidentes mentiras y falsos contenidos.  Desde 1957 la Biblioteca Nacional ha estado frente al Parque Central, y de esos años en adelante, fueron décadas que muchos ciudadanos y alumnos de distintos centros de estudio entraron por sus puertas en busca de referencias o señas para completar sus investigaciones.
Imagino a todos esos empleados jóvenes y felices que se cruzaban de lado a lado sobre los pedales de la cultura; los mismos que ahora, en edades imposibles, se sientan todo el día a esperar el cierre o la jubilación. Muy lentamente, casi con voz de susurro en los pies y la boca llega uno de los bibliotecarios más conocedores, el mismo que todos llaman para consultas, el mismo que ahora dirige a un grupo de alumnos del lobby al salón de referencias. Estos alumnos a su vez llevan una libreta con dibujitos estúpidos, imitan su asombro cuando se les muestran esos anaqueles grises con libros empolvados. Uno de ellos juega al WhatsApp, el otro ve Facebook. Parece que los pocos que escuchan parecen advertir, sin darse cuenta, que los llevan por los pasillos de un cementerio de celebridades, un lugar lleno de despojos de guerra y todo lo ven casi con una misericordiosa clemencia, la igual que al profe, que les parece demasiado viejo.

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