Entramos a almorzar a un lugar de lo más humilde, que bien hubiera sido una brasserie francesa en tiempos de calamidad. Pero nos atendieron estupendamente. Pedimos un solo menú. Pollo frito con ensalada de papas con crema y abundante fuente de arroz y, nos dieron dos platos de sopa caliente. Era un caldo de res delicioso que aquella tarde, al final del invierno, nos pareció una magia feliz de los primeros días de octubre. Además nos gusto que el refresco de Rosa de Jamaica lo envasaran en botellas de Coca-Cola para poder organizarlo en el refrigerador. Era un lugar donde habían mujeres mayores almorzando, señores y jóvenes bebiendo octavos de Quezalteca, y era un lugar sórdido y mínimo pero al mismo tiempo agradable. Una señora se acercó hasta mi novia y la saludó con mucha cortesía. Parecía una mujer amable y debía ser cliente del lugar y era la primera vez que nos veía por ahí, porque nos saludo como si nos diera la bienvenida. Un poco después apareció un músico que habíamos conocido un día antes en una cafetería china. Era un señor curtido por el sol, con profundas heridas de desvelo y los años habían sido duros para el, se notaba en su rostro de una forma permanente y se podría uno imaginar que había llevado una vida de infortunios por haber elegido una vocación y un vicio al mismo tiempo. Por un tiempo había compartido con su mujer el gusto por la música, por 1976 eran los esposos Iseppi y se presentaban en las radios a cantar. Me enseñó un carné de la Asociación de teatreros, cantantes y similares, y se veía robusto con la dignidad intacta y parecía un tipo decente. Fue muy amable un día antes en cobrarme las canciones a quetzal, pero además era todo un personaje. Terminamos de comer en el momento en que un hombre se sentó a nuestra mesa y me pidió que le regalara para un trago. Parecía un tipo sin vergüenza por el alcohol y parecía indigno que pidieran con sus manos fuertes y su rostro entero. Pero le dimos unas monedas y, luego terminaron por sacarlo cuando empezó a molestar a unos clientes. Era un lugar intimo y parecía poblado por vecinos que no vivían lejos. El servicio sanitario estaba al subir unas gradas y desde ahí se podía ver la vida humilde que llevaban los dueños. Ese mismo día, a las dos y media de la mañana habíamos asistido a un milagro que sólo pudo venir de un poeta. Una cena improvisada por Simón Pedroza que no parecía una cena improvisada sino un gran banquete de espaguetis con salsa de atún y vegetales rociado con queso parmesano y grandes copas de vino tinto Frontera. Al final de la cena de esa noche Simón llevó un librito negro y sin decirnos el nombre del autor empezó una lectura que nos llevó a saborear con gusto el vino, era un poeta del mismo país del vino tinto, Vicente Huidobro. El tiempo es sólo una fantasía de la imaginación. Por la mañana, antes de entrar a la brasserie, vimos un hotel que se llamaba, contradictoriamente, Hotel Realidad, una pareja salió apresurada tapándose la cara.
lunes, 12 de octubre de 2009
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1 comentario:
Me gustó tu sórdida historia.
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