El primer día de clases me quede llorando. Recuerdo que la maestra era una chica que nunca había tenido un hijo, y me ignoraba. Uno de los niños que estábamos sentados en la mesa de plástico color rojo me miró sin compasión, el de la par se rió, el de enfrente me pegó una patada y empecé a sangrar. Lo recuerdo bien, era un niño fornido, sucio de las piernas con unas botitas de punta, como las de los vaqueros. La maestra me tomó del brazo y me llevó a la clínica. Vi los largos patios. Sentí el olor de la soledad por primera vez. Era un olor a sangre. Me sentaron en una silla y una enfermera me examino la boca. Llamaron al otro niño, al que me había pateado y le dijeron, entre la maestra y la enfermera que eso no se hacía, que si lo volvía a hacer que no le iban a volver a dar una paleta. A mi me hicieron sufrir con alcohol etílico y una venda. No me dieron paleta.
Meses después vendría mi recompensa, una niña se acercó y me quito los lentes, como en una película, y me dio un beso. Nunca supe porqué. Algunos de mis amigos, creyeron que a ella también le habían pegado por llorar delante de todos.
Meses después vendría mi recompensa, una niña se acercó y me quito los lentes, como en una película, y me dio un beso. Nunca supe porqué. Algunos de mis amigos, creyeron que a ella también le habían pegado por llorar delante de todos.
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