Aquel mercado era típico. Uno podía llegar por diferentes rutas, todas de tierra ruda y seca que hería los ojos con el viento. En la entrada encontrabas los comedores siguiendo el largo corredor que llegaba hasta la otra calle. Los pasillos eran de concreto pero siempre estaban bañados por las aguas de las pollerías o carnicerías. Don Lencho era el primero, en vecino era don Rogelio, y entre los dos se disputaban a los clientes por el trato, no por el precio. La calidad de la carne, según muchas mujeres, consistía en llegar temprano. Pero también se trataba de conocer las carnes y los carniceros sabían cuando llegaba una veterana de la cocina o una simple principiante que se acababa de casar. Las pollerías estaban enfrente. Doña Martita era una mujer blanca de cara redonda, bajita, regordeta, que era buena amiga de la abuela. Me llegó a tener tanto cariño que aunque no llegara acompañando a la abuela me mandaba mis corazones de pollo. Mi abuela hacia el arroz aderezado con los corazones y luego me los daba con una predilección que no puedo olvidar. Mas adentro del mercado estaban las vendedoras de verdura y fruta, un señor de caites de llanta que vendía buena papa, y la famosa doña Julia, la vendedora de atoles. Los domingos, desde temprano, corrían los crudos al puesto de doña Julia. Los crudos eran los que habían bebido una noche antes y sabían que sólo el balsámico atole blanco con limón y sal, caliente y bebido sin cuchara al ras de la escudilla podría devolverles el gusto por la vida. Doña Julia era fea, pero muy amable, y siempre trataba de servirles a todos. Llegaba mucha gente, y algunos llevaban picheles porque ya sabían que no habría lugar. Ese mercadito era bendecido por una virgencita llena de flores de plástico y de papel, vestida con unas sencillas y escandalosas telas, y a la que le encendían diariamente una vela por la venta de todo un día.
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