jueves, 17 de diciembre de 2009

EJERCICIO No.3



Cuantas veces han de robarnos la razón los sueños, por la llama y el desvelo, por tus labios andrógenos de niña silvestre, por tus sellos en los pechos y en los orificios dulces de tu tierna corteza sensible/ te hablan al oído las manos viejas, te hablan al oído las bocas secas, te hablan al oído los sueños piratas, te buscan, te hablan al oído los cristales rotos/ ahora mismo abres tus labios como pétalos dorados, ahora mismo abres tu rostro como puertas entornadas, ahora mismo abres tus piernas como ríos nacen mares, ahora mismo con los látigos de la lengua, ahora mismo con los sábados sagrados de la fiesta nueva, ahora mismo con las rodillas laceradas/ cuantas veces, niños somos, cuantas veces solos estamos, cuentas las palabras y parecen movedizas, pero cuantas veces repetimos los mismo errores, cuántas, por la vida y por la muerte, repetimos las mismas llagas/ por esta casa juro que soy transparente, por esta casa juro que no soy hijo de la mala suerte, por esta casa vivo ahora frente a tus atrios enfermos de venas grietas, por esta casa me desnudo y completo los ciclos de mi visión, por esta casa te prometo hoy/ por esta casa me llamo con este nombre que tu pronuncias, por esta casa te hago mía ahora y para siempre, por esta casa y por esta tierra grito bajo las piedras, y lamo el miedo, por esta casa y por tus manos líneas, por tus pies de mármol y tus intimas cuevas pardas, por tus brazos barcos y por tus ojos satélites, por tus manos, y por tus ojos, por esta casa por esta tierra, bajo las palabras, sobre el cielo, por ella y por vos, por las dos, por todas, por mí/ ahora mismo te entierro en mi pecho, te poseo lejana, ahora mismo te busco y te encierro, ahora mismo te beso y te encuentro sin violencia, ahora te abarco y te quito la blusa violeta, ahora mismo te quito las medias amarillas, te hago de color blanco mientras me pareces una niña subida en una estrella, te puedo llevar y traer con la imaginación del viento, con la destreza del mar, y tú te vienes// después de todo esta la nada, mi sirena, después de todo esta la nada, mi albatros rosado, después de todo esta la nada, mi delfín turquesa, después de todo esta la nada, mi hembra inocente, después de todo esta la nada, mi cielo desnuda, después de todo esta la nada, horizonte vertical y oscuro, después de todo esta la nada, estrella madura con semillas luceros, después de todo esta la nada/ su cabello, como negras raíces, su cabello, como silenciosas cofias sin dientes, su cabello, como cuchillas sin sangre, su cabello , como lentos crepúsculos rugiendo anarquía, su cabello, como Ángeles caídos, su cabello, como luciferes flotantes, sus cabellos, como mástiles al revés de la playa, su cabello, infinito como lo negro del cielo, su cabello, multitudinario como forestales cometas invisibles/ voy a fluir hacia los lados como un delta, voy a seguir tus ordenes, voy a dejarme ir, voy a saltar, voy a caminar con los ojos perdidos, voy a estirar mi mano hasta tocar el cielo, voy a caminar sin estirar el viento, voy a verte caer en la cama y gemir solita, nena, mi amor, te viento siento te calmo mar, soy como una pequeña pregunta infinita y grito mis respuestas erróneas, pero te amo con un silencio proscrito desde esta cárcel de piel y huesos, voy a caminar sólo para tí, sólo por que tú me mueves, voy repitiendo tus palabras en un dictado monólogo sin pensar en los posibles encuentros con el destino, te voy a pintar una nueva constelación con fugaces mundos alrededor de tu vagina, te voy a llevar en el pensamiento, horizontal, despierta, salvaje, con tu cajita de música y tus rosados sueños de princesa, te voy a liberar dentro, y vas a ser para mi como un regalo diario, horaria, calendarizada en cada poro hasta el fin de los números ciertos, es que te quiero infinita, es que te voy a llevar a donde empezó el camino, este sendero, y ahí, en ese lugar cero, voy a terminar sacándome las penas minerales y los resentimientos líquidos y lunares, y voy a vestirme de fiesta para llevarte por los confines eróticos de este celeste mundo infinitesimal donde las palabras sobran y comienza el mundo//

Lester Oliveros
Lectura 100Puertas.
Arte outsider: Ian Pyper

miércoles, 16 de diciembre de 2009

EJERCICIOS PARA VIVIR (9AM)


I


…las nueve de la mañana y los latidos ruedan por el asfalto frio, son las nueve y los niños despiertan con las rosas arrancadas del sueño y monedas de oro blanco en las pupilas invictas como un pago diario, nueve horas después de la media noche, nueve eslabones encadenados que los celadores cuentan con una misteriosa calma antes de dormir templados por la madrugada/ pasan los camiones amarillos, las motos azules, los automóviles del año, los vagabundos temblando de hambre, las princesas con lentes Gucci, y los matones mirando al cielo con la cruz soldada en la pistola...


II


...venimos del otro mundo desnudos y desde el primer momento olemos en la tierra el perfume amargo, el grito perpetuo, la dulce sangre en las abejas metálicas, el dolor que llega con los abrazos y los besos, el fuego que te consume que es el tiempo lleno de agujas, el animo enamorado de los abuelos muertos, árboles hechos frutos como en una historia repetida/ tu, la otra del otro lado, del lado del espejo que es la vida reflejada, vas olvidando la muerte con cada resplandor, ahora yo, acá sin tiempo y con una corona de gusanos/ y tras las flores, la sonrisa franca en la oscuridad sin nombre del olvido, bajo los mármoles pálidos, las moscas gemas y el silencio pacifico donde los líquidos se vuelven polvo/ no tengo nada que decir cuando habla el paisaje de las nueve de la mañana, con sus vendedores de periódicos amarillos, con los mismos empleados recorriendo por ultima vez de nuevo el recorrido diario hacia lo mismo de todos los días, retorica para decir complicadamente una relojería de siglos…


9:00am

lunes, 14 de diciembre de 2009

LLAMAMIENTO (COMIENZO DE UNA NOVELA) I


Abril es el mes más cruel;
engendra lilas de la tierra muerta,
mezcla memorias y anhelos,
remueve raíces perezosas con
lluvias primaverales.

T.S. Eliot.


Al entrar, sentí las paredes heladas y húmedas como si la casa se fuera hundiendo como un barco. De costado, en su cama, al fondo de la habitación, de espaldas a todos lo vi. Estaba como un bulto enrollado en sábanas. Pude sentir la estancia pesada por los últimos visitantes que esperaban que muriera en cualquier momento, puesto que el sentimiento era de resignación general.
- ¿Papá, me escucha? –le preguntó una muchacha –aquí esta su hija Carmen –dijo, y me sonrió.
Mi madre estaba sentada sin emoción, como si estuviera esperando en un consultorio. Una señora se levantó y me dio un lugar. La joven me miró con sencillez y me pareció muy agradable, porque me vio sin ningún deseo de hacerme parecer culpable. Se acerco a mí con una emoción sincera.
- Así que usted es mi hermana –me dijo.
- ¿Cuál es tu nombre? –le pregunté.
- Ana Lucía Ramírez –me dijo, y luego me preguntó –. ¿Quiere café?
- No gracias.
- ¿Agua?
- Si, agua si.
En seguida regresó con un vaso. Parecía desvelada, y su semblante pálido me dio una profunda compasión. Me preguntó sobre mi vida hasta que se quedó pensativa viendo hacía la cama.
- ¿Desde cuándo enfermó? –le pregunté.
- Bebía mucho –me respondió – y bebía para enfermarse.
Vi hacía la cama. Parecía dormir profundamente. Después de sesenta y cinco años allí estaba, a punto de morir. No se me olvidaba aquella tarde, no podía dejar de pensar en lo humillada que debió sentirse mi hermana, y lo ofendida que me había sentido yo misma, al oír sus palabras duras, afiladas e infectadas de odio. Había pasado toda mi vida tratando de olvidar aquel agravio, y también tratando de comprenderlo, tratando de perdonarlo, pero era inútil, porque algo dentro de mí ardía por levantarlo de su mismo lecho de muerte y golpearlo con el mismo calibre con el que me había maltratado. Pero ahora podía verlo derrotado. Escondido en ese colchón hundido, rendido ante los años y por las horas, que a momentos, eran para él y sólo para él, como un pesado lastre que lo empujaban en los abismos intangibles de la muerte.
Los que estaban ahí eran muchos de los amigos que habían conocido de cerca; algunos bebedores, compañeros de cantina, malos maridos. Eran gente humilde y permanecían callados con el sombrero sobre las piernas. Pero me conocían, o por lo menos habían oído de la hija ingrata que no quería llegar a despedirse de su padre. Eso era lo que ellos creían, pero la historia cierta era muy distinta, y no era yo quien debía contárselas. Por su silencio podía oír como los gatos pasaban sobre las láminas, como lentamente se me hacía perceptible el olor a metafen y creolina. Las paredes eran de adobe y se miraban los bloques desnudos a penas disimulados por los calendarios y las fotos de la familia. El mismo había excavado los cimientos, y había puesto adobe sobre abobe hasta entramar la casa por dentro y por fuera a su gusto. Tenía seis hijos, pero sólo Lucia se acercó a saludarme. Los demás miraban el suelo, pensativos, disimulando la misma incomodidad que todos sentíamos; de vez en cuando uno de los varones me miraba y trataba de ocultar el malestar que le causaba. Los varones se parecían a la madre y las mujeres tenían los rasgos del padre, aunque los modales de los varones eran sin duda, una copia fiel de nuestro progenitor. Porque también era mi padre. Mi hermana me decía “perdónelo Carmen, perdónelo, el no se va a morir si usted no le da su perdón”, y luego añadía “esta agonizando”.
Era tan reciente el dolor que yo no hubiera llegado nunca si no me hubiera conmovido Eva, su mujer, su segunda esposa. Llegó hasta mi cama y me habló con franqueza. Me dijo que uno no conoce el corazón de los demás, y sobre las penas que otros llevan; me habló que el perdón era una medicina. “El se va a morir, pero nosotros nos quedamos sufriendo”, me dijo cuando salió. Pero no me convencieron sus palabras, que a fin de cuentas eran las mismas repetidas por todos, sino el sentimiento secreto de amor que trataba de ocultar por mi papá. Y ahora, cuando la vi me pareció la misma, con sus manos tan blancas que se le marcaban las venas, y sus ojos tristes, y la misma ropa de hacía dos días.
- ¿Qué hora es? –le pregunté a Lucia, que seguía callada.
- Ya son las diez de la noche –me dijo.
Yo seguía pensando, tratando de ordenar una vida completa. Mi mamá se había vuelto a casar también. Y hasta mis hermanas, las hijas de su segundo matrimonio, me urgían que lo perdonara. ¿Cómo podía perdonarlo si ni siquiera podía verlo? Pero eso fue antes, antes que me diera cuenta que también tenía sus ojos y su pelo, y quizás su mismo corazón, puesto que mi abuela me decía que era igualita a mi tata, era igualita a él por la mirada huraña, y una rebeldía congénita que hasta mi madre detestaba. Pero me parecía irreal verlo ahí a punto de irse para siempre, aún cuando era tangible. No tenía ni un recuerdo amable. Lo había visto antes con repulsión, y ahora, ya viejo, no me parecía que aquel hombre fuera el mismo que años atrás me despreciara con tanta saña como si, verdadera y terriblemente, le hubiésemos amargado la existencia con el simple hecho de estar vivas. Pero me parecía absurdo que después de tantos años yo siguiera acumulado todo aquello como si fuera una herida emponzoñada, mientras mi hermana hasta lo amaba, aunque no le hubiera regalado ni un par de zapatos en su vida. Nada me había dado. Tan sólo un recuerdo que ahora mismo era tan intenso que me sofocaba.
- ¿Puedes enseñarme donde está el baño? –le pedí a Lucia.
Me llevó de la mano por un grupo de jaulas donde dormían gallinas y palomas. Sentí alivio al orinar. Era un baño con paredes estrechas y una puerta de madera por la que cualquiera podía abrir desde afuera, así que podía ver el cielo abierto mientras orinaba. Me quede viéndolo por más tiempo. No quería regresar. Mi mente estaba confusa, no podía pensar claramente y experimentaba una opresión en el pecho, y me faltaba el aire. Salí del baño y me quedé un rato respirando el aire tibio de la noche de abril. Miré mis zapatos negros, las calcetas blancas, el vestido azul de paletones y la blusa de niña que detestaba, pero que a mi madre le parecía adecuada.
- Tienen bastantes animales –dije al sentir el silencio.
- Mi papá y sus ideas, un día le dio por construir una jaula para gallinas, no sé de donde sacó unas palomas, y se le ocurrió construirles una jaula, ahora son muchas más, la otra noche vino con unos patos y así se mantiene, trae animales y era el único que los mataba y se los comía sin corazón, yo me encariñaba con ellos.
- ¿Oí que tiene un gallo?
- Si, pero hace tiempo que empezó a botar las plumas y se ve que esta malo.
- La bisabuela tenía un loro que se desplumo cuando ella murió… como si hiciera luto –le respondí.
Oímos unos pasos.
- Carmencita, su mamá ya se va –dijo Eva.
- Yo quisiera quedarme, si ustedes me lo permiten –pregunté.
- Hablaremos con su mamá –respondió Eva.
Mamá no dijo nada, se adelantó al automóvil y me dejó atrás. Uno de los hermanos de Lucia me saludó y se despidió a la vez, lo mismo hicieron los demás.
- ¿Están cansados? –le pregunté.
- Talvez, yo no me he entendido nunca con ellos, de mi mamá es la única que últimamente me he preocupado, me parece que si papá se muere ella se va a morir también.
- Estuve a punto de no venir, pero tu mamá me convenció –le dije sintiendo amargo el paladar.
- Mis hermanos se acuerdan de ti pero ahora están afectados por la pena –dijo ella como disculpándolos –nos recordamos muy bien de todos.
- La sangre es la sangre, verdad.
- Eso es cierto, mírate tú, ayer no querías saber nada de nadie y hoy hasta te has quedado –dijo ella.
- Para mi vale la sinceridad porque los golpes de la vida llegan por la mentira.
- Hay cosas que no decimos nunca, y quizás con un poco de valor uno llega a contar un poquito de lo que tiene guardado –dijo, con los ojos húmedos.
- Si nos oyera hablar mi madre diría que estamos delirando –dije.
- Quitándole el trabajo a Dios para dárselo al diablo –dijo lucia, riéndose pese a las lágrimas.
Pude oír sus palabras sinceras. Pero ahora, en el silencio de la media noche me sobrecogió la conciencia. ¿Perdonarlo? Pero si él era el culpable, no yo. ¿Debía pelear contra mis rencores y arrancarlos de raíz, y dónde dejaba todo el tiempo de dolor, el hambre y el desprecio? Me quede viendo el bulto envuelto en las sábanas y no pude sentir compasión. Parecía que estábamos velando un cadáver porque el hombre ya no se movía, y ni siquiera parecía respirar. Lo observé en cuanto nos quedamos calladas las dos, y de pronto no oí más que dos respiraciones, precisas y flotantes, y la preeminencia de algo quieto, pesado, como un objeto material.
- Anoche estuvo hablando solo, murmurando, ninguno pudimos entender lo que decía –dijo de pronto.
- Quiero hablarle, decirle que estoy aquí y decirle que lo perdono –dije como si presintiera un final.
- Si es de corazón debes hacerlo –me dijo ella.
Entonces tuve el valor de pedirle que saliera. Me dio un apretón de manos y salió diciéndome que me iba a buscar un suéter.

Imaginé que Eva estaría limpiando la cocina, haciendo tiempo para entrar a relevarnos. Pensé en acercarme, y tocarlo del hombro, sentiría la sábana fría, más helada que mi mano, me acercaría sin rencores y le daría un beso en la frente, y entonces sentiría su piel tensa, tan fría que me haría verlo detenidamente en su lecho, y sentiría inevitablemente el deseo de cubrirlo muy bien, le diría papá, padre, aquí estoy, soy su hija Carmen, lo perdono, luego repetiría lo mismo con más fuerza queriendo despertarlo y tratando de convencerme, lo movería del hombro, le daría la vuelta y lo vería pálido, inexpresivo, acercaría mi mano a su nariz y no sentiría su aliento, me acercaría a su pecho y no oiría su corazón, retrocedería y lo vería de lejos, quieto y frío como las mismas paredes de esa habitación, diría entonces en voz alta que no, que no podría perdonarlo aunque ya estuviera muerto, entonces me conmocionaría el cantar de un gallo como si fuera amaneciendo o como si estuviese negando de nuevo a Cristo, y me alejaría de pronto al sentirme un poco culpable, un poco cómplice de algo oscuro, indescifrable, y finalmente saldría un grito de algún lado, un llanto, y un abrazo de alguien.

Lucia entró y se tiró sobre él sacudiendo la cama con su llanto. Tardó un momento para que me diera cuenta que Lucia se había quedado a espiarme por una abertura en la puerta. Tras ella, entró Eva, que me abrazó, inconsolable.
- ¡Se murió…, se murió el señor! –le dije, sintiendo el vacío de la media noche, como si el barco se terminara de hundir en la mar de un instante.
- Murió al oír tu voz, cuando llegaste –me dijo con cariño.
-
(2003)

viernes, 11 de diciembre de 2009

UNA CITA IMPREVISTA EN UNA BANQUETA DE LA ZONA UNO




A veces se me olvida que soy pobre.

Edna sandoval
Una calle de la zona uno es un karaoke de colores y sonidos que imitan a la máquina más cosmopolita del mundo. Tantas esquinas, y al azar nos traza con líneas paralelas el más infinito de los encuentros, una amiga virtual de la que hemos visto fotos en alguna red social. El azar entonces nos hace una cita en una banqueta donde, naturalmente, sin hacernos preguntas, fumamos y conversamos tan serenamente que nos parece, sólo hasta el final, un milagro cotidiano.
Era ella. Había visto sus zapatos negros y su caminar tan único y había recordado, paralelamente, esa vez que la había visto en la galería. Había visto sus fotos y había buscado una explicación para sus ojos. Ahora estaba conversando sobre su participacion en Horror Vacui, y esa pieza de un arte espontaneo en el que aparece un cassette con la cinta haciendo girones. Me comentó sobre su gusto por las bolsas Prada y la ropa. Llevaba una bolsa Dolce & Gabbana, pequeña, azul, de donde sacó, con su mano, dos cigarrillos. Me ofreció uno y fumamos hablando de esas citas a ciegas o planeadas desde el internet. Me contó de sus desengaños riéndose. Bromeamos tanto sobre eso que terminé contando también mis fallidas experiencias con los romances de la red. Era casi tan extraño estar ahí un día miercoles al medio día, como si estuviéramos en una cuarta dimensión manejada por nosotros mismos. Me contó de sus experiencias con el vino y los paraisos artificiales, y le divertía, verme ahí, con resaca.
Acababa de almorzar y caminaba sin rumbo antes de encontrarla. No había ido al trabajo, ni había avisado y tenía la certeza de que me iban a despedir. Creo que revelaba todo eso en mi actitud. Pero a ella no le importaba. Llevaba sus lentes oscuros sobre su pelo liso y negro, profundamente negro como su mirada de ángel urbano, y su voz era un estimulante para mis agudos ensueños. Podía ver su boca perfectamente dibujada por un crayón de labios que me decían algo del mundo. Suficiente sobre los automóviles y la gente desconocida que pasaba a nuestro lado. Creo que hablamos mucho de los dos, tanto que me gusto su franqueza y buen gusto para decir las cosas más superficiales y darles un brillo universal.
Finalmente la terminé acompañando hasta la otra acera del mundo donde terminaría una cita imprevista.

jueves, 10 de diciembre de 2009

ROYAL PALACE CLUB


El guardia registró a cada uno como siempre lo hacía. Llevaba al hombro un pesado fusil que sujetaba con incomodidad cuando revisaba.
- ¿Su cédula?- me ordenó con desconfianza.
La vio rápidamente viéndome a los ojos. Luego vio por la ventanilla de la puerta, hizo una señal y abrió la puerta. Alguien más corrió una cortina roja y vi adentro el grupo de siluetas ahogadas en el humo denso de tabaco y misterio. Caminamos siguiendo a Santiago, entre las mesas dispuestas para la presentación, buscando un lugar al lado de la tarima. Los espejos multiplicaban los cuerpos y las luces de colores volvían los espacios intermitentes; al fondo estaba el bar donde atendía un señor haciendo ademanes y dando órdenes a los meseros, los cuales sólo ayudaban a limpiar las mesas, según nos decía Santiago. Una de ellas se acercó hasta nosotros, nos señaló una mesa y luego nos preguntó.
– ¿Qué van a tomar?
Estaba vestida con encajes infimos mostrando todas las líneas de su cuerpo juvenil; llevaba una libreta en la mano y parecía sentirse dueña de sí misma, como cuando una leona a sometido a su presa. Ernesto le preguntó su nombre, mientras Santiago le tocaba las piernas, riendo triunfante, mirándonos a todos como si tuviera un trofeo en las manos.
– Me llamo Lucero- respondió con una sonrisa cómplice.
– No, Lucero, muñeca, di tu nombre verdadero –replicó Santiago, aún acariciándola con la mano.
– ¿Y cómo se llama tu amigo?- preguntó.
Me vio tan aislado de todo, mirando a la bailarina desnudándose con una canción romántica, abstraído, como en un sortilegio.
– No ha estado con ninguna –le dijo Ernesto, riéndose de mí.
Ella me vio y me sentí como si me comenzara a desnudar con la mirada.
– Tráigame tres cervezas –dije sin bajarle la mirada.
La vi venir a lo lejos. Puso las cervezas en la mesa y caminó como una loba hasta donde yo estaba, vio que no le ponía atención, afectado, viendo hacia la tarima. Con tu permiso, dijo y me abrazo, hasta sentarse en mis piernas, mientras me cantaba la canción en el oído. Una mano se agitó en la barra y se levantó. Ya las había visto a todas cuando Ernesto me preguntó que si me gustaba alguna. Había visto a las mesas y mirado como sus amantes las abrazaban de la cintura, hablándoles al oído por el ruido de la música; las había visto hasta entonces ebrias, bailando solas, extáticas, sumidas en una fiesta pagana como la de las sorguiñas en su aquelarre, con sus peinados de brujas y sus miradas iluminadas, lanzando gritos de felicidad o de odio, viendo sin ver, besando sin besar, levitando en su carnaval nocturno donde su ser se disolvía como el mismo humo del cigarro, o caminando de la mano hasta la alcoba más cercana por el deseo más siniestro. Ellas vivían sin inocencia, conociendo tanto a sus hombres que podían ver al pobre niño que llevaban en sus fornidos cuerpos; eran tan maternales porque al fin de cuentas eran mujeres. Aquel lugar era un altar donde se sacrificaba la moral y sangraban todos los misterios de la muerte por placer.
Santiago tenía una familia, pero era alegre y le gustaba de vez en cuando asomarse a ese mundo donde parecía otro, tal vez aquel joven soltero que no disfrutó enteramente de su vida. Ernesto era soltero y trabajador, fumaba y bebía hasta que se le acababa el dinero y tenía una novia en cada burdel, y a veces ni le cobraban, era gordo y se vestía como ranchero desde que le habían dicho que parecía ganadero. Santiago era delgado, prudente, pero al beberse la primera copa se volvía despilfarrador, cantante, romántico y soñador, y siempre encontraba con quien romperse la cara.
Una voz presentó a la próxima bailarina. Santiago había pedido más cervezas. Ernesto abrazaba a una joven morena de cabello castaño.
– Y esa David... –me dijo Santiago, señalándome a una.
Ella parecía un águila con las alas extendidas, como si estuviera dispuesta a remontar el vuelo. Se sentó en una mesa y me miró por un instante. Tenía algo que no lograba descifrar, pero parecía una reina cautiva entre los grises reflejos de los cristales. Pensaba en eso, cuando se levanto violentamente y desapareció tras una fila de seis mujeres sentadas, y todas parecían esperar a alguien y me dio la impresión momentánea que tal vez esperaban al mismo hombre; las seis vestidas igual, con los labios y el rostro maquillados sin mesura, como aquellas niñas que se pintan a escondidas de su madre para parecerse a ella. Se miraban tan quietas, preparadas para la juerga, seguras de que entraría el hombre cuando ellas voltearan el rostro.
– Ahora regreso –dijo Ernesto, y se sonrió.
– Y la suya hermanito –pregunté a Santiago.
– Allá viene –me respondió con una seguridad profética.
La saludó con un beso en la boca, y abrazo su cintura hasta que ella se sentó a su lado, y comenzaron a platicar como si la conociera. Mi cerveza helada hacia flotar del fondo burbujas infinitas que me bebí de un sorbo.
– ¿Tiene fuego? –me preguntó una voz.
– Si, pero si me acompaña –le respondí.
Ahí estaba el águila con sus alas extendidas, pluma por pluma, con sus garras afiladas y sus ojos rapaces.
– Ya te conocía antes de que vinieras –me dijo.
Yo pensé que era otra más de sus estrategias para desmantelarme sin tocarme un pelo.
– ¿Cómo? ¿Ya me conocías?
– Hoy me salió en las cartas..., es la primera vez en este mes que me sale algo bueno –dijo.
Tomó mi vaso y lo llenó hasta el borde, luego bebió sin dejar de verme con sus ojos carroñeros. Entonces para mi sorpresa una sombra se le cruzó por el rostro, pero no era una sombra exterior sino interna y me sorprendí de poder notar una sombra diferente en un lugar hecho de sombras. Era vibrante, oscura, innombrable, y se escondía tras ella agotándola, consumiendo todo su ser. Miré el fondo amarillo y espumeante de mi vaso y le eche la culpa al alcohol.
– ¿De dónde es? –pregunté acariciándole el rostro.
– De lejos –me respondió.
– Y, porqué tan solita.
– Eres el primero que lo nota… No hablo con nadie, acá todas se pelean por los clientes, y yo no quiero matar una puta –me dijo riendo.
Santiago se levanto también y caminó a los privados. Llevaba a la mujer de la mano como si fueran novios.
– ¿Te parezco vieja? –preguntó al encender un cigarrillo y, mientras me hacía la pregunta y encendía el cigarro, miraba para la cortina roja.
Entonces vi entrar a los seis hombres que esperaban las mujeres y parecían ansiosos de sentarse, pedir una botella de ron y emborracharse hasta que las seis mujeres los llevaran en hombros, uno por uno, hasta el cuarto donde les quitarían el deseo, la billetera, la mujer y sus hijos, y seguirían quitándoles más de lo que ellos quisieran dejar. Ya los esperaban en una mesa, de pie, inquietas por volverlos suyos.
– ¿Cómo... no te parece que yo soy el único inexperto acá? –le pregunté de la mejor manera, recobrando el sentido.
– No me hagas reír.
Sonrió. Parecía complacida y me gustaba lo que el vino lograba en ella. Hasta parecía feliz, como si de pronto no estuviera allí viviendo aquello, sino en algún lugar más intimo de su memoria.
– ¿Cuánto has bebido?
– Un poco más que tú –respondió.
La sombra se asomó como el temor, macilenta, densa como la oscuridad. La disimulaba con su forma de caminar, con su gallardía de mujer. No se notaba cuando sonreía, cuando mostraba su cuerpo, su espalda fina, su cintura bien hecha donde estaba escrita la lujuria. Su mirada me descubría viéndola y me envolvía con sus maneras de verme y seguir viéndome, de hacer que yo la viera, de vernos y desconocernos, de volver a sentir que nos conocíamos de antes. Su sombra no importaba entonces, yo la ayudaría a cargar con ella, aunque fuera absurdo que pesara tanto la oscuridad. Sus piernas eran blancas y firmes, y pronto las tenía rodeadas con mis manos, hasta que llegué al final de su espalda. Cerré los ojos involuntariamente llevado por su olor a hembra. La abrace, la atraje hasta mi pecho y la besé como si hubiera estado herida. Le di calor a sus manos y como si fuera tan sencillo actué una escena romántica, sólo para ella y para mí; para que ella no llorara sintiéndose tan lejos y, para que yo no hiciera lo mismo al estar con una extraña. Me vio con sus ojos de gavilana preparada para el vuelo.
– ¿Vamos ya...? –me dijo finalmente, como si fuera urgente para los dos.
Tomó mis manos y me desafió tiernamente con el filo de sus ojos. Pasamos por entre las mesas y llegamos a la puerta de su cuarto. Entramos y nos empezamos a desvestir con la vela encendida; ella me iba contando con voz acallada: sus agonías nocturnas, diciéndome lo lejos que estaba su hermana mayor, diciéndome el nombre de sus tres hermanitos y, el enfado de su padre y las bendiciones de su madre cuando la vio subierse al bus con destino al norte. Me contó de las tardes sin hacer nada, de las flores que compraba los domingos, y entonces terminó de desvestirse.
Afuera seguía la música, que se colaba sin razón entre las tablas de la puerta. Cuando se recostó a mi lado y sopló sobre la vela, la oscuridad del cuarto ahogó nuestras sombras.


((2006))

Picto—grafías

Hace años, Javier Payeras me dio el consejo de leer el ABC of Reading de un exiliado norteamericano en Paris, llamado naturalmente: Ezra...