A, B.B.
Desde hacía una semana en mi mente se repetía un nombre de mujer, el agua del lago de Atitlán y el sentimiento multicolor de todas mis memorias en aquella parte del mundo. Íntimos momentos con todo y el sabor de la duda ante una vida que empezaba y prometía ser desde ese instante una ruta de brillantes descubrimientos. Todo eso era literatura. Yo estaba en realidad acostado en mi cama en esa casa grande de Sacatepéquez. Me levanté, tomé el desayuno y avancé hasta la puerta con la idea de que antes de las siete de la noche debía estar de vuelta para estar a buena hora en la escuela donde trabajo.
En el bus aún no sabía que debía transbordar cinco veces antes de llegar a mi destino. Iba sólo con un paraguas y un libro de Oscar Wilde que ya llevaba a punto de terminar. En todo el viaje hablé con mis vecinos y les hacía preguntas. Estaba contento de por fin salir de todo. Panajachel se me imaginaba como cuando era adolescente, un pueblo con un lago precioso, pero luego entendía eso que he ido comprendiendo en Ciudad Vieja, los pueblos son la gente. La gente de de los pueblos no ven con buenos ojos a los visitantes a menos que lleven buenas noticias o puedan mover hacia el futuro sus cimientos. Siempre es gente que está debajo de la tierra la que habla. Los pueblos están hechos de gente pulverizada y de transparentes presencias que les dan nombre a las cosas. Pensando todo esto llegué a Los Encuentros. Tomé el bus para Sololá y de Sololá el de Panajachel. Un acantilado tan espectacular no he visto jamás ni en la ficción. La naturaleza es violentamente hermosa. Al llegar por fin a la entrada de la Calle Santander me quedé como perdido. Ya tengo mis años y nada cambia, la misma calle, el mismo movimiento de extranjeros y el brillo del sol enorme al medio día y un leve viento de noviembre adelantándose desde ese extremo del lago. Lo primero que hice fue llamar a mi amiga por facebook a la que había invitado a almorzar conmigo. No respondió a la primera y tercera llamada. Me fui para el lago y lo toqué repitiendo una oración secreta que solo él y yo sabemos. Acá estoy, mitad de agua y mitad de polvo, mitad de razón y mitad de espíritu puro, solo de nuevo entre el aire de Octubre, lleno de furia y con mi ropa color verde, veo tus márgenes lago, mi lago niño, el lago que me regaló la adolescente que se tiró conmigo a nadar aquella Semana Santa, el lago donde leí un primer poema, el lago donde con lentes oscuros ella me dio un beso con todo el deseo de las mujeres de Venus, hoy estoy acá lago y te veo vibrando con toda tu extensa sensualidad. Regresé a la Santander con los zapatos mojados, con unas ganas locas de comprar una calzoneta y meterme a nadar un rato. Pero me ganó el deseo de saber de la usuaria de facebook y me metí a un café internet. Ahí me respondió. Nos quedamos de ver dos horas después.
Nos vimos. Ella muy seria, pero idéntica. Yo sonriente le recordé que si no le gustaba la Santander podríamos ir a tomarnos un café a cualquier otro lugar. Me miró y me gustaron inmediatamente sus formas de ser. Nos sentamos y pidió un café parecido a un helado, yo un café con leche para que se me quitara la somnolencia por dormir mal por más de una semana. Era muy dueña de si misma, con una forma muy particular de comprensión del tiempo. Casi me ordenó que no me fuera a las cuatro, como yo había pensado, sino a las cinco, para recuperar una hora perdida. Fui franco y me reí de gusto. Me gusto su forma de ser, parecía que era muy ella misma y además muy inteligente, no por manosear el tiempo, sino por reírse de todo como yo. Aunque en el fondo tuviera una seriedad congénita heredada quizás de su padre, de quien me habló dos o tres anécdotas.
Terminé quedándome en Panajachel. Hospedado en un hotel de mi predilección en mi adolescencia. El hotel Quetzal. Veinticinco quetzales la noche en una habitación triangular que me gustaba mucho y donde en esta ocasión terminé de leer El Retrato de Dorian Grey.
Fue divertido todo, hasta el susto. Pues por la noche hubo un derrumbe y por eso más de siete personas estábamos a las cuatro de la mañana parados esperando un bus que no llegaría. Pensé, ahora si ya me llevó la que me trajo porque no tengo el teléfono de la escuela y luego van a decir que no les avisé nada. Una noche antes había empezado la feria de Panajachel. La amiga que me había cambiado de nombre, que me llevó a la iglesia a ver un colibrí perdido entre los andamios más altos, me aconsejó irme a dormir. Pensé en todo. En dormirme temprano. En levantarme a las tres y media y en poner la alarma, además de decirle a la señora de la casa que me despertara. Y ahora eso. Hice una oración después de mucho tiempo.
Al rato aparecieron las luces altas de un bus que nos llevó por un camino extraño hasta que llegamos adelante de todos. Llegué cinco minutos antes de que dieran las siete y media.
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