Eran borrachines
recuperados, un puño de pilluelos ansiosos, algunos rostros seniles y hombres
desempleados, la gran mayoría revueltos con algunos migrantes centroamericanos.
Entre ellos, aunque no lo pude creer en un principio, sentado muy cerca de la
puerta, a la par de un tipo obeso casi descalzo, entre unas sandalias de hule
desgastado, estaba Bukowski. Llevaba una chumpa de lona azul y una gorra que
antes era blanca y ahora parecía una corona deshecha en desconsolados grises. Estaba
sobrio y muy serio, quizás con ganas de pegarle un buen golpe a cualquiera de
todos esos, que hablaban necedades mientras la lluvia afuera hacia estragos. No
quise hablarle. Solo yo sabía, entre tanta gente, quien era aquel hombre de
aspecto áspero y rudos pliegues faciales.
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Es una mierda – leí que susurraba entre labios.
Era un invierno duro. Dos temblores,
apenas temblores había derrotado ya las paredes de un centenar de casas. Con la
lluvia y algunas sacudidas en algunos pueblos del occidente ya todo estaba de
cabeza. Sin embargo nosotros teníamos la esperanza de una buena sopa y, por ser
día del padre, una hamburguesa y un vaso de horchata.
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¡No puede ser compañeros! ¡Escuchen, somos
hondureños y le acaban de robar a un hermano! Pero lo peor es que le robo un
hondureño, su compañero de viaje al Norte.
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¿Cuánto le robó? –me atreví a preguntarle.
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Cuatro mil dólares –dijo.
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No puedo creerlo –le comenté a mi vecino.
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Dos mil quetzales a lo sumo –me susurró con un guiño.
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Una señora se tuvo que llevar al patojo que
lloraba desconsolado por su dinero. ¡No seamos tan pura mierda! –gritaba el
hombre, alegando por la bolsa de su compatriota.
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No hay que llevar mucho dinero para pasar la
frontera, a lo sumo mil quetzales –dijo un señor frente a nosotros.
Bukowski callaba.