El castigo mas terrible en el infierno es querer
hacer el bien que no se hizo en vida. Es tal como lo profetizara Heroniomus en
todas sus pinturas sobre el averno. En el infierno todos entendemos con
tristeza el grado de engaño que hubo en la tierra, porque todo tiempo futuro ya
es pasado. Muchas sectas mienten diciendo que acá es a donde viene el hombre a
purgar los pecados hechos en vida, y ya bajo el fuego el alma empieza a sentir
un deseo irreprimible por hacer el bien y entonces llega con el deseo la
conciencia suprema de todo lo perdido. Los que ya llevan siglos vagando, ya han
aprendido a refrenar el indomable deseo de hablar del cielo. Hay muchos santos
extraviados y doncellas vírgenes en busca de consuelo, pero más allá de los
márgenes visibles en el horizonte, esta una iglesia donde aún se adora a Dios
(no con ese nombre sino con el verdadero, porque allá todos saben su nombre).
Dicen que fue construida en el mismo lugar donde
descendiera el cristo, y el único sacerdote que celebra misa es el ladrón que
desafío a Jesús, pero ya en el infierno se arrepintió y fue ordenado sacerdote
por los miles que guardaban la esperanza a pesar de los castigos. Adán y Eva
también están allí, y se ven casados de tanto andar (aquí en el infierno uno
vaga sin descanso y no existe el reposo). También hay muchos hombres de todas
las nacionalidades, edades y creencias, y hay muchos que se reconocen entre la
multitud. Muchos son los que se sorprenden de ver obispos y pastores, miembros
de concilios humanísticos y muchos otros que se ven justos por fuera pero por
dentro son peores que Belcebú.
Todos los árboles estaban calcinados y subía del
suelo un vapor de azufre y la peste destruidora se alzaba como una nube que
hacia una sombra terrible en el corazón de la humanidad. El único pensamiento
que aun repetía era una frase arrancada de mi olvido en los primeros pasos que
daba en el abismo “el que habita al abrigo del altísimo, morara bajo la sombra
del omnipotente”, y no recordaba más. Pero en la extraña realidad que me
rodeaba era como un alivio repetir aquella extraña frase. El cielo era rojo al
medio día (o lo que creían todos que era el medio día), habían horas en que se
oscurecía lentamente como si se fuera el sol y las sombras lo cubrían todo como
alas de buitre. Pero luego el silencio recorría los valles y en semanas no se
oía ni se veía a nadie, y entre las sombras se filtraban gritos o llanto de
niños, y era triste oírlos llorar por semanas con un ininterrumpido ruego de
misericordia. Pasos de gente cansada se oían venir e irse y nadie decía una
sola palabra solos en el tormento de sus propios recuerdos, hasta que alguien
tropezaba con uno y por medio de frases uno a otro se daba consuelo hasta que
empezaba de nuevo la angustia y todos llorábamos con una tristeza tan inmensa
que parecía oscurecer más el reino de las tinieblas.
En el infierno otro castigo más terrible que los
dolores y las enfermedades era el recuerdo. Había tanto tiempo para pensar en
lo que no se hizo que era peor que cualquier tormento. Yo recordaba a mi mujer
y la miraba como una santa, porque lo había sido, pero aun en su imperfección
ella disfrutaba ahora de la gracia divina. Yo tenia tiempo para pensar y
repensar en porque nunca la quise, y podía ver a la gente que ahora me acusaba
y reprendían, y lo peor de todo era la certeza de que nunca jamás lograría
regresar al pasado y devolverle a mis hijos los días de felicidad y darle a mi
alma el descanso final. Muchos pensábamos en la muerte como se piensa en algo
que no existe, porque todos seguíamos vivos y esperando. Había pasado el tiempo
y ya nos habíamos reconocido, y en nuestro trayecto sin destino sabíamos que
íbamos a la iglesia, a la única que había en el infierno y por todos los
tiempos lo único que buscábamos era levantar una plegaria que tras las
tinieblas llegara al cielo y Dios oyera nuestro último arrepentimiento. Pero
faltaba tanto para llegar. Al cabo del tiempo trabé amistad con un viejo fraile
que sostenía conmigo conversaciones tan largas que duraban semanas, y podía
extenderse aún más en explicaciones tan minuciosas que alcanzaban todos los
libros y tratados apócrifos.
-
Mire –me dijo –aquí fue donde
cayó, y señalo el lugar en donde había caído el diablo.
En el lugar había un pozo de lava ardiendo
eternamente.
El fraile fue el que me contó todo lo que entendía
del infierno y como los demonios iban y venían y torturaban a los ingenuos. Me
explico por semanas la teología y me aseguro que sabiendo el bien y el mal es
seguro permanecer por la eternidad y que era la suprema ignorancia la que
liberaría nuestras almas. Me explico los pecados y los vicios y la única forma
de resistir al demonio, y fui aprendiendo a desconfiar de todo, hasta de él,
que si por momentos era un ángel de luz, a momentos me empujaba involuntariamente
al fuego eterno.
-
Sed, tengo sed –me decía al
volver.
Había estado tanto tiempo atormentado por los
espejismos de su propia putrefacción que me
explicaba con calma sobre las trampas del leguaje y la apostasía.
Yo mismo me sumía por momentos en verdadero ascetismo y meditaba por muchas
semanas sobre las palabras de mi compañero. Sabía que era letrado, pero
desconfiaba que se hubiera vuelto un ignorante con tanto conocimiento. Sabia de
mucha gente que había encontrado la locura en las letras y podían desviar a
muchos. Pero el fraile tenia aun esa esperanza que nos consumía a la mayoría, y
nos guiaba aunque sabia que por esa acción pasaría siglos bajo el fuego.
Cantaba salmos y así fue como encontré esas palabras olvidadas, cuando en un
momento de sumo silencio, entre la oscuridad empezó a decir “El que habita al abrigo del altísimo,
morara bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová, esperanza mía y
castillo mío; Mi Dios en quien confiare. El te librara del lazo del cazador y
de la peste destructora, con sus plumas te cubrirá y debajo de sus alas estarás
seguro”, lo volví a ver y parecía iluminado, y así siguió hasta que allá en
la distancia vimos primero un punto blanco, luego fuimos encontrando la forma
de una casa y luego el fraile señalo con su mano:
-
Allá esta la iglesia
–confianza, estamos cerca.
Al llegar sin decir nada todos nos postramos a las
afueras, hasta que salio un hombre muy viejo y nos dejo pasar. Adentro vimos
una cruz.
- Es la mía –dijo el hombre –es solo un símbolo.