martes, 16 de julio de 2013

HISTORIA DE UN VAMPIRO




El castigo mas terrible en el infierno es querer hacer el bien que no se hizo en vida. Es tal como lo profetizara Heroniomus en todas sus pinturas sobre el averno. En el infierno todos entendemos con tristeza el grado de engaño que hubo en la tierra, porque todo tiempo futuro ya es pasado. Muchas sectas mienten diciendo que acá es a donde viene el hombre a purgar los pecados hechos en vida, y ya bajo el fuego el alma empieza a sentir un deseo irreprimible por hacer el bien y entonces llega con el deseo la conciencia suprema de todo lo perdido. Los que ya llevan siglos vagando, ya han aprendido a refrenar el indomable deseo de hablar del cielo. Hay muchos santos extraviados y doncellas vírgenes en busca de consuelo, pero más allá de los márgenes visibles en el horizonte, esta una iglesia donde aún se adora a Dios (no con ese nombre sino con el verdadero, porque allá todos saben su nombre).
Dicen que fue construida en el mismo lugar donde descendiera el cristo, y el único sacerdote que celebra misa es el ladrón que desafío a Jesús, pero ya en el infierno se arrepintió y fue ordenado sacerdote por los miles que guardaban la esperanza a pesar de los castigos. Adán y Eva también están allí, y se ven casados de tanto andar (aquí en el infierno uno vaga sin descanso y no existe el reposo). También hay muchos hombres de todas las nacionalidades, edades y creencias, y hay muchos que se reconocen entre la multitud. Muchos son los que se sorprenden de ver obispos y pastores, miembros de concilios humanísticos y muchos otros que se ven justos por fuera pero por dentro son peores que Belcebú.
Todos los árboles estaban calcinados y subía del suelo un vapor de azufre y la peste destruidora se alzaba como una nube que hacia una sombra terrible en el corazón de la humanidad. El único pensamiento que aun repetía era una frase arrancada de mi olvido en los primeros pasos que daba en el abismo “el que habita al abrigo del altísimo, morara bajo la sombra del omnipotente”, y no recordaba más. Pero en la extraña realidad que me rodeaba era como un alivio repetir aquella extraña frase. El cielo era rojo al medio día (o lo que creían todos que era el medio día), habían horas en que se oscurecía lentamente como si se fuera el sol y las sombras lo cubrían todo como alas de buitre. Pero luego el silencio recorría los valles y en semanas no se oía ni se veía a nadie, y entre las sombras se filtraban gritos o llanto de niños, y era triste oírlos llorar por semanas con un ininterrumpido ruego de misericordia. Pasos de gente cansada se oían venir e irse y nadie decía una sola palabra solos en el tormento de sus propios recuerdos, hasta que alguien tropezaba con uno y por medio de frases uno a otro se daba consuelo hasta que empezaba de nuevo la angustia y todos llorábamos con una tristeza tan inmensa que parecía oscurecer más el reino de las tinieblas.
En el infierno otro castigo más terrible que los dolores y las enfermedades era el recuerdo. Había tanto tiempo para pensar en lo que no se hizo que era peor que cualquier tormento. Yo recordaba a mi mujer y la miraba como una santa, porque lo había sido, pero aun en su imperfección ella disfrutaba ahora de la gracia divina. Yo tenia tiempo para pensar y repensar en porque nunca la quise, y podía ver a la gente que ahora me acusaba y reprendían, y lo peor de todo era la certeza de que nunca jamás lograría regresar al pasado y devolverle a mis hijos los días de felicidad y darle a mi alma el descanso final. Muchos pensábamos en la muerte como se piensa en algo que no existe, porque todos seguíamos vivos y esperando. Había pasado el tiempo y ya nos habíamos reconocido, y en nuestro trayecto sin destino sabíamos que íbamos a la iglesia, a la única que había en el infierno y por todos los tiempos lo único que buscábamos era levantar una plegaria que tras las tinieblas llegara al cielo y Dios oyera nuestro último arrepentimiento. Pero faltaba tanto para llegar. Al cabo del tiempo trabé amistad con un viejo fraile que sostenía conmigo conversaciones tan largas que duraban semanas, y podía extenderse aún más en explicaciones tan minuciosas que alcanzaban todos los libros y tratados apócrifos.
-            Mire –me dijo –aquí fue donde cayó, y señalo el lugar en donde había caído el diablo.
En el lugar había un pozo de lava ardiendo eternamente.
El fraile fue el que me contó todo lo que entendía del infierno y como los demonios iban y venían y torturaban a los ingenuos. Me explico por semanas la teología y me aseguro que sabiendo el bien y el mal es seguro permanecer por la eternidad y que era la suprema ignorancia la que liberaría nuestras almas. Me explico los pecados y los vicios y la única forma de resistir al demonio, y fui aprendiendo a desconfiar de todo, hasta de él, que si por momentos era un ángel de luz, a momentos me empujaba involuntariamente al fuego eterno.
-            Sed, tengo sed –me decía al volver.
Había estado tanto tiempo atormentado por los espejismos de su propia putrefacción que me
explicaba con calma sobre las trampas del leguaje y la apostasía. Yo mismo me sumía por momentos en verdadero ascetismo y meditaba por muchas semanas sobre las palabras de mi compañero. Sabía que era letrado, pero desconfiaba que se hubiera vuelto un ignorante con tanto conocimiento. Sabia de mucha gente que había encontrado la locura en las letras y podían desviar a muchos. Pero el fraile tenia aun esa esperanza que nos consumía a la mayoría, y nos guiaba aunque sabia que por esa acción pasaría siglos bajo el fuego. Cantaba salmos y así fue como encontré esas palabras olvidadas, cuando en un momento de sumo silencio, entre la oscuridad empezó a decir “El que habita al abrigo del altísimo, morara bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová, esperanza mía y castillo mío; Mi Dios en quien confiare. El te librara del lazo del cazador y de la peste destructora, con sus plumas te cubrirá y debajo de sus alas estarás seguro”, lo volví a ver y parecía iluminado, y así siguió hasta que allá en la distancia vimos primero un punto blanco, luego fuimos encontrando la forma de una casa y luego el fraile señalo con su mano:
-            Allá esta la iglesia –confianza, estamos cerca.
Al llegar sin decir nada todos nos postramos a las afueras, hasta que salio un hombre muy viejo y nos dejo pasar. Adentro vimos una cruz.
- Es la mía –dijo el hombre –es solo un símbolo.

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