Alguien que tiene muchos amigos, corre el riesgo de volverse
un solitario. Está el hecho de que no somos omniscientes, ni omnipresentes y
uno peligra en olvidarse de todo por temporadas; máximo si uno se apasiona con
una manía tan malsana como la literatura y abandona todo por escribir, así sin
más, entre una fauna de dipsómanos, adictos a cualquier cosa y feroces críticos
que de frente parecen tan inofensivos.
Así fue como después de más de algunos lustros, tres para
ser exactos y más o menos quince años en suma, y para ser benevolentes con los héroes
de esta crónica no parecía que hubiera pasado el tiempo, tanta agua bajo los
puentes, todo parecía igual. A pesar del poco pelo en la cabeza de uno de mis
mejores amigos, Otto; o la barriga cervecera de Carlos; o los lentes de Velvet,
que, a pesar de todo conserva una chispa original, como cuando la conocí en una
banca de concreto a la par de su casa.
Porque en aquel tiempo jugábamos base ball, chamuscas, hablábamos de todo lo que veíamos en la TV, sobre cosas sin importancia, de
noviecitas platónicas o certeros enamoramientos trágicos, eso éramos, Otto,
Vinicio y Miguel, que además de ser mi amigo era el hijo de mi madrina. Una
categoría que nunca entendí por tener en familia una educación cerrada con el
evangelio pentecostal. Pero ante todo esto, caminábamos por las tardes a unas
calles abajo, donde nos reuníamos entre risas y ocurrencias. Velvet era
entonces la anfitriona de ese espacio frente a su casa donde habían bancas de
concreto, algunas gradas, quizás hechas por sus tíos para tertulias
dicharacheras con los tragos.
Luego una tarde conocí a mi vecino Estuardo Gramajo, el
Tato, que salió con un guate de base ball y boleamos
algunas horas hasta que me contó de un grupo de escouts del que él era dirigente. Al otro sábado estaba integrándome
a la patrulla Halcones, fue allí donde conocí a varios nuevos amigos que se
dispersaban al terminar las actividades por varias colonias de la zona cinco: La
chácara, el Edén, La Arrivillaga, Jardines de la Asunción, Santo Domingo o la
colonia Ferrocarrilera. Conspirábamos cada sábado todo para ganar en los juegos
y más tarde todo esto nos serviría para el verdadero e implacable juego de la
vida.
Todo eso recordamos ayer. Nos vimos después de años. En mi
caso, el más perdido de todos, ya que he pasado casi la mitad de esta vida
entre libros; entre ellos se ven un poco más ya que han mantenido una correspondencia
mutua de buenos amigos. Vimos fotos, almorzamos un rico guisado hecho por Velvet, que
en sus palabras describe como algo
irrepetible, ya que normalmente usa todo lo que tiene a la mano sin darse
cuenta. El arroz con queso parmesano inigualable y una dona tamaño familiar
que llevó Miguel, hicieron de esa tarde algo inmejorable.
A mí me caló el ambiente de la zona cinco. Las colonias
permanecen en la memoria. Entre las fotos, aparecemos varios parados en ese
gran peñón frente a la Laguna Verde, todos flacos y listos para saltar.
Hablamos de caídas y de levantones de la vida. De accidentes y de milagros, estábamos
ahí de nuevo, contándonos entre risa y risa lo que ya habíamos vivido en serio.
La verdad me encantó oír que sus voces eran esas mismas que había extrañado por
tanto tiempo sin darme cuenta. Perdón, si se me salen unas lágrimas, por tantos
que ya no estan ahora.
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