miércoles, 6 de abril de 2022

Crónicas de Covid-19 (Los Rusos)

* I * A este hotel se han venido a hospedar muchas personas que pernoctaban en la calle. Han puesto una gratificante tarifa de emergencia, que además tiene una hora de entrada extraordinaria por el toque de queda. Estamos en la zona uno de una Guatemala bloqueada. Son de diez a quince personas, la mayoría desempleados varones, y humildes señoras sin casa. Todos se sientan alrededor de un gran salón que, en otra época, era un templo de los Testigos de Jehová; y así esperan el momento de ir por su colchoneta. La primera tarde, el joven encargado, un muchacho del interior, que ha tratado de resistir lo que ve, y trata de disimular el embarazo que le causan los insólitos clientes, dio algunas instrucciones sobre la forma de convivir en el lugar. Y es que además de estos clientes, hay inquilinos permanentes en un segundo nivel. Sentados en el mero suelo no desesperan sobre lo fresco, ante esa ola de calor que azota como nunca el territorio. Varios se acuestan completamente y usan sus mochilas o bolsas de almohada. Otros juegan naipes, oyen radio por sus teléfonos móviles, bajo el alto toldo de láminas de fibra de vidrio. Todo esto sucede a las cuatro de la tarde, cuando ya se van oyendo las sirenas de los pic-up Hilux. Pero esta gente pareciera estar muy calmada y resignada a todo, así que ya saben cuál es su lugar en la cadena alimenticia de este régimen de consternación reinante. Hay, entre ellos, una pareja simpática de una adolescente que es celosa, junto a ella, está sentado un joven de unos treinta y cinco años con el pelo enmarañado y largo, aretes en cada oreja y unos tatuajes de espinas que atentan a ser enredaderas en sus brazos blancos. No hay mañana tarde o noche que no peleen por insignificancias. Cualquier motivo es bueno para ello, y luego reiterar sus reconciliaciones de la forma más cómica, acostándose juntos, mientras entra la noche por los grandes baches llenos de estrellas y luna, que deja la plancha que ahora es techo. Otra pareja, no menos incauta y exhibicionista, es la de un hombre ya entrado en varios años, ya de unas siete décadas, con una pequeña que debe tener muchos deseos de llamarle papá cuando todos en el salón caen, limpiamente, en los brazos de Morfeo. Se besan como si tuvieran menos de catorce los dos y hacen el amor sin esconderse de nadie, habituados tal vez a celebrar el silencio aparente. Se oyen primero los quejaditas de ella y luego los bufidos del señor, hasta que ya es evidente el embate de sacudidas bajo las chamarras llenas de placer. II También hay los solitarios, como ese hombre de unos ochenta años, que, al quitarse la camisa para ir a lavarse, se le vio un inmenso y protuberante tubérculo, con toda la forma de una cabeza de bebe, entre el pecho y el abdomen. Era algo deforme, pero como él era el que menos le ponía atención a su deformidad, pocos lo notaron. Hay una mujer que habla de que en el Parque Central hay bombas por estallar, y me interrumpe cuando leo atentamente mi libro de la Guerra y la Paz; es una señora de unos sesenta años muy interesante cuando empieza a hablar de sus aventuras adolescentes, pero que luego uno nota algo lamentable en su conversación: la paranoia. El otro señor, ya muy golpeado por el tiempo, se mantiene durmiendo la mayor parte del día, ya no digamos por la noche, que apenas come, y bien parece un cuadro de una depresión del tamaño del planeta. Todos de alguna forma le han visto seguir durmiendo en las bancas que están a la par de la Catedral Metropolitana. Cuando uno le pregunta qué hace, el responde “luchando por la vida”, y podría ser cierto, aunque a algunos les cause una carcajada inmediata, ya que a mí me contó que está pensando en el suicidio. Claro que, con la paciencia que se está tomando lo del suicidio puede que se le adelante las emboscadas de la vida. La muerte natural es ya por demás un designio con esta pandemia casi intelectual. Hay dos señores que son hermanos, también entre esa edad que los franceses tienen la gracia de llamar quatre-vingts. Ellos venden dulces en las camionetas, pero ahora que los buses están en paro por las prevenciones del gobierno, no sabemos dónde diablos los venden, pero los venden. Son ellos, por separado, un señor que fuma todo el tiempo; hasta podría decir que fuma cuando se acuesta y fuma cuando se levanta de dormir, quizás su pesadilla sea dejar de fumar, o que no haya una cajetilla en toda la zona 1. El otro, muy evidente su fallo mental, su graciosa forma de seguir siendo un niño ante su facha de octogenario, sin embargo, son esos dos viejitos los que le pagan el hotel a una pareja de adultos hechos y derechos, que bien debieran ser ellos los bienhechores de esos dos necesitados ancianos.

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