miércoles, 9 de noviembre de 2011

Pueblo y Ficción

Este pueblo del futuro es un embrión haciéndose. Todavía lo más moderno es un celular y la luz eléctrica. Se respira ese aire sin ruido ni la violencia de las esquinas. Todavía por las noches los niños juegan a media calle y los jóvenes, sin preocupaciones, se sientan en las banquetas mal iluminadas a ver pasar a la gente. Rostros honrados, de gente que en lugar de lucirse caminando, va como si quisiera esconderse en el aire de la noche. Los más viejos, los que han visto como la modernidad le puso canales a su silencio y las ondas Hertz pasan invisibles mientras ellos apagan las luces a las ocho de la noche como si aun vivieran sin alumbrado.
Hay un alcalde que haces las veces de presidente y un pueblo pequeño que hace la imitación extraña y desmedida de la gran ciudad. Los jóvenes, los más niños de este siglo colaboran en ese teatro de consumo.
Los más viejos han urdido una ciudad sobre una ciudad, han puesto las bases de una comunidad en la que se conocen entre todos y entre todos se engañan y entre todos actúan como si no pasa nada, ese es el primer e involuntario estigma de lo construye ese ambiente de sociedad.
La pornografía es tan lejana que hay aún un solo prostíbulo con dos muchachas que se aburren de día y de noche. El burdel se llama el Arco. Dentro hay un mostrador con barrotes como si fuera una tienda y en las paredes el único reflejo de la decadencia que se le podría ocurrir solo a un ganadero surrealista: cuatro cabezas de toro con los cuernos afilados. Una de las prostitutas, una morena de Alotenango con familiares en la costa, me dice que por eso le gusta la luz apagada, para que no se vean esas cabezas gigantes de toros mirándolas. El hombre que atiende el lugar es un blanco sin modales que normalmente les trata mal, aunque me perturbó ver entrar a su misma hija por la puerta del prostíbulo y mirarme con un unos ojos maternales de mujer de la calle.
No hay cárcel. Hay un camposanto pequeño donde empieza a duras penas a reaparecer la muerte glamorosa de los grandes panteones. Algunas tumbas están rotas y nadie quiere darse cuenta que es algo absurdo y fantástico tener una cancha de básquetbol en la entrada del cementerio.
Hay escuelas suficientes, y eso es lo bueno. Institutos y formas de ir a otras universidades. Sin embargo es caro siempre para un pueblo donde no se imaginan todavía los beneficios de una mayoría certificada para grandes puestos en ese mismo sitio. Esa es la ficción de la gran ciudad y del pueblo pequeño, la ilusión que se trazan. El sueño que les han vendido, la visión que les ha dado o les ha quitado la misma hambre de existir sobre un suelo.
Este pueblo es una copia, una mala copia de una mala copia. En la ciudad, en la alta ciudad de Guatemala se imaginan todavía que ya no son un pueblo.
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