Rossio Etoile
Una religiosa, de la que por cierto no tengo registro de su nombre, siempre estaba atenta a la casa de enfrente. La podía observar, sin ser plenamente vista desde una ventanita en el segundo nivel del convento. La casa era de Rossio Etoile una prieta de unas nalgas suculentas, que además recibía allí a los viajantes proscritos, de sangre ansiosa, que vagaban bajo el calor del verano eterno de la isla.
La monja no descasaba un momento, levantada en puntas de pie, para vigilar a Rossio Etoile, que todas las mañanas y por las tardes, al terminar su jornada azarosa, le saludaba desde su puerta agitando sus manitas morenas. La monja se escondía asustada y nunca respondió al saludo; pero en cambio, llevaba la contabilidad exacta del número de hombres que frecuentaban su casa. Eran, según sus cuentas, exactamente hasta el día: seis mil trescientos veintiuno. Pero de entre todos, uno solo era por el que más rabietas, solitarias y exageradas hasta el llanto hacía la monja. Quizás un amor imposible, no se sabe a cabalidad.
Pasado el tiempo murió la monja, sin nombre, sin hijos y sin pecado. Ninguno llegó a su entierro. Rossio, desde su puerta, vio pasar el acompañamiento fúnebre y se lamentó de su amargura y, de paso, de su soledad refinada.
Dicen que luego murió Rossio Etoile y eran cuadras y cuadras de gente en su entierro. Más hombres que mujeres por supuesto. Y esto da mucho que pensar sobre las cuentas exactas de la religiosa.