Dimos la vuelta por la segunda avenida y caí al suelo besando el bronce. Buscamos fuego y encendimos su vela. Había una corona de claveles que dibujaban los bordes de esa placa. Como acostumbramos rociamos lágrimas secretas en la calle oscura, pero muchos se congregaron a preguntarnos por qué posábamos arrodillados. Es por Luis de Lion, les dije.
Hacía ya más de dos años. Llegue a San Juan del Obispo y tenía que visitar las bibliotecas de alrededor de parte de la ONG Niños de Guatemala. Esta estaba abierta y la recomiendo por su diversidad. Pero además me aconsejaron ir a la casa-museo-Luis de Lion. Lo recordaba de El tiempo comienza en Xibalbá, un libro ágil que comienza con el viento y termina, literalmente, con él.
Un rostro de mujer me recibió y junto con mis credenciales de bibliotecario me abrió la puerta. Me guío y contó sobre todas las fechas, notas y pertenencias de aquella habitación, que ella mantiene intacta. Yo soy chillón, pero extrañamente, nunca he llorado por cosas que no valgan la pena, y entonces me empezó aquel fulgor de llanto, nubarrón inmenso en el pecho, pero me aguanté las ganas, tanto que cuando respondí una pregunta me salto de golpe el agónico llanto y las disculpas que no salían del fondo de una voz que se me iba. Se fue. Gatos y sombras, matorrales, una luz húmeda y fría.
La señora era la hija de un hombre de letras, poeta interesado en su
tiempo y en el futuro como buen profeta, como buen ser humano universal.
Yo no sabía hasta ese día quién era él, porque esa tarde lo vio mi
alma, eso creo, tan vivo y presente en aquella casa, invisible, por eso
conmueve.
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