lunes, 27 de julio de 2009
sábado, 25 de julio de 2009
MARIO MONTEFORTE TOLEDO (A TRAVEZ DE LA MEMORIA DE LOS DEMAS)
Un poco de mi cuerpo de asceta pecador, otro de mi voraz curiosidad de descifrar los enigmas de lo desconocido y otro de esa especie de mesianismo que tenemos muchos intelectuales de mi época para considerarnos obligados a emancipar y mejorar a la gente -en especial a la de nuestro país. Esto no se puede sentir en Europa, donde todo ya está hecho.
Mario Monteforte Toledo, de entrevista de Edward Waters Hood
Ya lo escribí una vez en mi diario.
Mario Monteforte Toledo, de entrevista de Edward Waters Hood
Ya lo escribí una vez en mi diario.
Iba muy apresurado por el edificio Géminis10, con su barba de quijote y su rostro igualmente mítico, cuando lo saludé sin saber nada de su temperamento. Debo admitir que en una de esas me van a meter un balazo por ser tan descuidado y poco mesurado. Pero lo saludé con la mayor cortesía:
- Usted es Monteforte –le pregunté reiterándolo.
- Si –me respondió, sin detenerse.
- Mire, leí un cuento suyo que me gusto mucho, se llama Los Exiliados –le dije, emocionado, era la primera vez que lo veía en persona y su cuento me había gustado verdaderamente, y tenía que comentarle, o quizás preguntarle, porqué el final era tan abrupto y no tenía aparente continuidad.
- ¿Dónde lo compraste? –me preguntó, fuera de toda lógica.
- Allá arriba –señale Piedra Santa.
- ¿En dónde lo leíste? –me preguntó con su vozarrón de general.
- En mi casa, le respondí –y estuve a punto de contarle sobre el espacio especial que tengo para leer, cuando se detuvo, me dio la mano y se marchó.
- Mucho gusto, alcance a decirle –y pensé que le había molestado algo.
Subí las gradas mecánicamente. Las gradas eléctricas eran lentísimas, y recordé que iba hacía Artemis. Entonces bajé de nuevo, y lo vi regresar también, y subir las escaleras eléctricas. No me atreví a volverlo a saludar, porque me brotó una sonrisa tonta.
Esperé mucho tiempo, para conocerlo realmente la noche del jueves 23 en el Centro Español. La presentación estuvo a cargo de Max Araujo, Méndez Vides y Perdomo. Max hizo una breve representación con la lectura de un prólogo escrita por Mario Monteforte, en la que cuenta todo sobre sus novelas y libros de cuentos, intimidades, rasgos de su personalidad, una breve autobiografía. Pero nada me gustó tanto como el texto de Méndez Vides, precisándolo en fechas y acontecimientos en el mundo mientras rehace la imagen del escritor con pasajes de aventura sincera y pleno gusto por el viaje y el esplendor de los caminos del Mundo. Hay una anécdota además que me gusto mucho: cuenta Méndez Vides que en una ocasión Monteforte les contó a todos que se escapó de su casa a los catorce años, y que se fue sólo a los Estados Unidos, por tierra, escondiéndose en las cuevas que también escogían los coyotes para sobrevivir de los guardianes de las fronteras, pero lo hacía como si estuviera creando ficción, con magia, porque la sorpresa se la llevó el mismo Méndez Vides cuando presentó su texto sobre éstas memorias y alguien había escrito otro texto en el que desmentía todo ese cuento, porque Monteforte se había ido con su padre por otro motivos que poco tenían que ver con la verdadera aventura. Esa noche conocí a muchos de sus amigos. Una de esas personas fue Regina de Toledo, quien me contó que ella y su esposo había sido como los padres postreros de Mario (cosa que me hizo mucha gracia); y cuando le pregunté sobre lo más trascendental del escritor, me contó que Monteforte, ya en el final de su vida, había aceptado a Dios, y de cómo fueron vertiendo sus cenizas en el hermoso lago de Atitlán y de cómo había recibido una señal de la salvación de Monteforte por medio de la poesía del espíritu y la música, y me habló también de las primeras visitas del joven poeta Alan Mills y de cómo Monteforte perdía las llaves del carro por vivir en su mundo aparte llenó de imágenes que se le iban volviendo, inevitablemente, más vivas y sagradas que las cotidianas.
Ya al salir platicamos un momento con el escritor Max Araujo y Gerardo Guinea Diez y me recomendaron unos libros, yo ya sabía cual buscar de Monteforte, Unas vísperas muy largas, iba a ser un texto que compraría con el primer pago de mi quincena.
Le pregunté a Javier Payeras, que me dio oportunidad:
- Mira vos Javier, y de verdad te gusta el Pop.
- Si –me dijo, y sacó un cuaderno que llevaba debajo del brazo y yo creí, le puse atención, a la portada del cuaderno, cuando levanta la portada y veo, otra portada diferente: The Cure Greatest Hits, luces y parafernalia en las manos de un músico como Robert Smith.
- Si, a huevos –le respondí riéndome, entendiendo el asunto. Luego me invitaron Al Bar de Poncho, yo no sabía quién era Poncho hasta que lo vi con su sonrisa bonachona. Ya lo conocía.
He querido recoger acá, guardar acá, las imperceptibles volutas que flotaron en esas horas. Nunca estaré satisfecho de cómo meto palabras en éste espacio nebuloso, pero estoy conciente, que la otra forma de completar una frase está, quizás, completamente en la imaginación de los que leen. Saludos, tengo que ir por el pan ahora, hasta luego.
- Usted es Monteforte –le pregunté reiterándolo.
- Si –me respondió, sin detenerse.
- Mire, leí un cuento suyo que me gusto mucho, se llama Los Exiliados –le dije, emocionado, era la primera vez que lo veía en persona y su cuento me había gustado verdaderamente, y tenía que comentarle, o quizás preguntarle, porqué el final era tan abrupto y no tenía aparente continuidad.
- ¿Dónde lo compraste? –me preguntó, fuera de toda lógica.
- Allá arriba –señale Piedra Santa.
- ¿En dónde lo leíste? –me preguntó con su vozarrón de general.
- En mi casa, le respondí –y estuve a punto de contarle sobre el espacio especial que tengo para leer, cuando se detuvo, me dio la mano y se marchó.
- Mucho gusto, alcance a decirle –y pensé que le había molestado algo.
Subí las gradas mecánicamente. Las gradas eléctricas eran lentísimas, y recordé que iba hacía Artemis. Entonces bajé de nuevo, y lo vi regresar también, y subir las escaleras eléctricas. No me atreví a volverlo a saludar, porque me brotó una sonrisa tonta.
Esperé mucho tiempo, para conocerlo realmente la noche del jueves 23 en el Centro Español. La presentación estuvo a cargo de Max Araujo, Méndez Vides y Perdomo. Max hizo una breve representación con la lectura de un prólogo escrita por Mario Monteforte, en la que cuenta todo sobre sus novelas y libros de cuentos, intimidades, rasgos de su personalidad, una breve autobiografía. Pero nada me gustó tanto como el texto de Méndez Vides, precisándolo en fechas y acontecimientos en el mundo mientras rehace la imagen del escritor con pasajes de aventura sincera y pleno gusto por el viaje y el esplendor de los caminos del Mundo. Hay una anécdota además que me gusto mucho: cuenta Méndez Vides que en una ocasión Monteforte les contó a todos que se escapó de su casa a los catorce años, y que se fue sólo a los Estados Unidos, por tierra, escondiéndose en las cuevas que también escogían los coyotes para sobrevivir de los guardianes de las fronteras, pero lo hacía como si estuviera creando ficción, con magia, porque la sorpresa se la llevó el mismo Méndez Vides cuando presentó su texto sobre éstas memorias y alguien había escrito otro texto en el que desmentía todo ese cuento, porque Monteforte se había ido con su padre por otro motivos que poco tenían que ver con la verdadera aventura. Esa noche conocí a muchos de sus amigos. Una de esas personas fue Regina de Toledo, quien me contó que ella y su esposo había sido como los padres postreros de Mario (cosa que me hizo mucha gracia); y cuando le pregunté sobre lo más trascendental del escritor, me contó que Monteforte, ya en el final de su vida, había aceptado a Dios, y de cómo fueron vertiendo sus cenizas en el hermoso lago de Atitlán y de cómo había recibido una señal de la salvación de Monteforte por medio de la poesía del espíritu y la música, y me habló también de las primeras visitas del joven poeta Alan Mills y de cómo Monteforte perdía las llaves del carro por vivir en su mundo aparte llenó de imágenes que se le iban volviendo, inevitablemente, más vivas y sagradas que las cotidianas.
Ya al salir platicamos un momento con el escritor Max Araujo y Gerardo Guinea Diez y me recomendaron unos libros, yo ya sabía cual buscar de Monteforte, Unas vísperas muy largas, iba a ser un texto que compraría con el primer pago de mi quincena.
Le pregunté a Javier Payeras, que me dio oportunidad:
- Mira vos Javier, y de verdad te gusta el Pop.
- Si –me dijo, y sacó un cuaderno que llevaba debajo del brazo y yo creí, le puse atención, a la portada del cuaderno, cuando levanta la portada y veo, otra portada diferente: The Cure Greatest Hits, luces y parafernalia en las manos de un músico como Robert Smith.
- Si, a huevos –le respondí riéndome, entendiendo el asunto. Luego me invitaron Al Bar de Poncho, yo no sabía quién era Poncho hasta que lo vi con su sonrisa bonachona. Ya lo conocía.
He querido recoger acá, guardar acá, las imperceptibles volutas que flotaron en esas horas. Nunca estaré satisfecho de cómo meto palabras en éste espacio nebuloso, pero estoy conciente, que la otra forma de completar una frase está, quizás, completamente en la imaginación de los que leen. Saludos, tengo que ir por el pan ahora, hasta luego.
FRANCISCO GARAMONA (UNA ENTREVISTA PERDIDA EN LA MEMORIA)
Se encontraron a las afueras del Bar de Poncho. Era una casa donde Francisco Garamona se acomodó en una de las mesas del patio, luego que Javier se encargara de presentarlo ante los amigos del grupo que fumaban en la puerta de la entrada. Lester Oliveros ya andaba visiblemente hilarante por cuatro copas de vino tinto que amablemente sirvieran en el Centro Español en honor a la colección recientemente publicada de Mario Monteforte Toledo. Se acomodó en la mesa de Francisco y le dijo que le iba a ser unas preguntas y probar su memoria. Junto a Garamona estaban amigos que también acababan de llegar de la Argentina, frente a el estaba su mujer, visiblemente embarazada y con una cara de novia enamorada, pero también le recordó a Courtney Love. Lester Oliveros no se recuerda mucho de la entrevista, se recuerda de la conversación con Francisco que respondía sin pensar mucho, como si fueran preguntas que tuvieran una secuencia sencilla, clásico de los poetas, pensó Lester, y brindó con ellos mientras Benvenuto Chavajay le parecía un gigante y Simón Pedroza seguía reuniendo amigos casi a media calle mientras conversaban de Scott Fitzgerald, Hemingway y Los Cantos de Maldoror, con una viajera de nombre Carrie Comer y una morena de pelo ensortijado que se llamaba Aurore y tenía algunos meses de tratar de hablar español y frances al mismo tiempo, y la noche siguió tras los pasillos donde se inventaba el dolor y las lágrimas y quizás de todo eso el amor como un fuego secreto naciendo de las fisuras en los espacios, y Armando Pineda se gastaba más bromas sobre el Rock, y Javier y yo, recordábamos A portrait of the artist as a Young man y el Ulysses[1], y la grandiosa anécdota de cómo Ruben Dario, caminando con un poeta en España, conoció esas florecillas que sin saber metía en sus poemas “estos son los Nenúfares de los que usted escribe, mire”, le dijeron, porque leía poemas en francés sin saber francés, copiando la música secreta y la métrica vedada, para luego armarnos desde la ingenuidad de un niño todo lo que después dieron en llamar Modernismo. Garamona, ha concluido su cerveza y pide otra a su musa; Lester Oliveros ha preferido quedarse, cambiando sus planes de volver a su casa en Nimajuyu, y parece como pez en el agua o quizás como un gusano en el agave. Yo me despido, mañana tengo que ir a trabajar.
Uno (Francisco Garamona)
Recordábamos sentados o un poco más lejos, abismos que la luz leía, suaves planos donde desnudos nos miramos al espejo. Era el alba clara, cuando la chica seca su vestido contra la estufa, y en el cuarto se despeja una energía azul de primer día. Las calles de agosto con un viento abdominal, tardío; que roe los parques, los juegos vistos desde la ventana del colectivo. Recordábamos, dejábamos rodar el tiempo en un declive dulce, prolongado; como ciertas drogas que tallan en los huesos la cifra de un récord.
[1] Javier me hablaba de esa escena de Ulysses en que el hombre, llega hasta una fila de ataúdes en los que ve unos nombres, y me dice “de ahí salio Días Amarillos".
Francisco Garamona, ademas de ser poeta y editor, también es cantautor y ha sacado al mercado dos discos.
[1] Javier me hablaba de esa escena de Ulysses en que el hombre, llega hasta una fila de ataúdes en los que ve unos nombres, y me dice “de ahí salio Días Amarillos".
Francisco Garamona, ademas de ser poeta y editor, también es cantautor y ha sacado al mercado dos discos.
martes, 21 de julio de 2009
DON BARON (HISTORIA COMPLETA II)
—No tiene ninguna ambición —dijo mi padre—. No sé cómo como puede levantar la maldita cabeza y atreverse a mirar a la gente a los ojos.
—Me gustaría que dejara de mascar tabaco —dijo mi madre—. Lo escupe por todas partes.
Charles Bukouski, La senda del perdedor.
—Me gustaría que dejara de mascar tabaco —dijo mi madre—. Lo escupe por todas partes.
Charles Bukouski, La senda del perdedor.
Esa mañana llegó vestido con un traje gris, con lentes oscuros. Bajó de su automóvil con el ímpetu de un corredor cansado, sosteniéndose, como todas las mañanas, su espalda maltratada por los esfuerzos. Me saludó y, jaló la baranda. Llevaba en las manos una bolsa llena de fotos, que según sus cálculos pesaba un poco más de veinticinco libras. Las llevaba con el pretexto de enseñárselas a un tío suyo en un casamiento, pero sé que unos de sus motivos era enseñarme las aventuras de su juventud. Me senté en esa silla negra y lo vi sacar un álbum negro donde estaban las primeras fotos que me iba a enseñar. Me había hablado en otras oportunidades sobre su madre, una mujer mayor que era muy maltratada por su marido. Me había contado que el había trabajado para ella más de veinticuatro años y había tenido la bendición de poder darle todo y sentirse en paz. Era obvio que le había ido muy bien, pues su negocio era grande y tenía clientes por toda Guatemala. Ahora miraba las más de treinta fotos de su madre en cama. Su rostro era el rostro de una mujer anciana, con todo el pelo canoso, con la mirada de extraviada en las memorias del pasado o de un tiempo paralelo en el fuera posible la contemplación atónita de toda una vida. A simple vista era una mujer en camisón, siempre entre la cama, sobre almohadones, fotografiada con la servidumbre y visitas ocasionales que posaban sobre su cama sonriente como si estuvieran en un cumpleaños. Eran muchas fotos de mujeres que trabajaban en su servicio personal, que en muchas aparecen abrazándola o con sus hijos sentados a la par. Este señor, ahora tenía setenta y siete años y me había hablado muy bien de su madre con un sentimiento de añoranza o saudades como le llaman los brasileños a la nostalgia feliz del amor sincero irrecuperable.
Luego me pasó las fotos antiguas en blanco y negro de su juventud. Me sorprendió la diferencia de rasgos en casi ochenta años. Me dijo que pareció de menos edad siempre. Lleno de amigos posaba con infinita soltura frente al flash como si fuera actor de Hollywood. En la mayoría de las fotos aparecía en grupos de amigos, vestidos de traje, con su risa abierta y cordial y, además con la ilusión incierta de la ingenuidad de alguien que piensa que jamás morirá. Eran muchas fotos de fiestas y novias muy finas y hermosas; eran fotos donde aparecían amigos abrazados en fiestas de sociedad en hoteles o restaurantes. Eran fotos donde me señalaba con el dedo a sus amantes, affairs casuales y en ninguna parecía notarse su pasado. Vi una foto en la que esta con una que parece muy latina y me dijo que era su traidita y que tenía una hija. Luego en otra aparece con la niña en hombros y me dijo que la niña, cuando llego a los veinte años, había sido, también, algo de el. Así me hablaba siempre, con un descaró singular, con unas ganas de decir la verdad sin tapujos como ofendiendo las viejas costumbres conservadoras y luego yo le pregunté qué cuantos años tenía la niña ahora:
- Ha, yo creo –me dijo con una carcajada –que ya hasta está muerta.
- No le creo –le respondí –riéndome de la idea tan egoísta de pensar que la niña ya estuviera muerta. Pero luego razoné todo con otra conversación en la que me dijo, sin pestañar “yo a gente así, me dan ganas de matarla yo mismo, envolverlas en una bolsa negra y llevarlas a enterrar donde nadie los encuentre”. Entonces le recordé Greasse y los años sesenta con Silvia Pinal y Enrique Guzmán, porque ellos, en ese tiempo parecían así.
- Parecemos gansters, me dijo, como esas películas de Alcapone y Corleonne –me decía riéndose de las fotos.
- Parecen fotos tomadas por la CIA –le dije bromeando (y me di cuenta que sus frases oscuras eran sólo una forma de amedrentar o ganar respeto, como hacen los leones sin dientes con sus rugidos) y no una certeza calculada, tenia tanto tiempo de por medio que quizás hasta sus amigos gansters, habían sido, inevitablemente erosionados por los gusanos en un cementerio clandestino.
Me habló de putas y de que ahora tenía más de catorce años en un celibato voluntario. Que luego de ser PlayBoy, ahora se sentía muy sano sin hacer el sexo con mujeres y que eso lo tenía como una miseria humana. Yo siempre le escuchaba mientras me decía verdades y mentiras con la misma cara dura con la que yo le invente que tenía una mujer y una hija para que me aumentara de sueldo y para no quedarme más tiempo de las horas debidas. Pero en el fondo era una persona singular porque me contaba toda su vida sin omitir nada. Me enseño una foto de su hermana cuando eran unos niños:
- Ahí esta mi hermana, desde chiquita metiéndose el dedo –me dijo, y no me reí, porque sé que los niños son los seres más perversos, pero los viejos también, y a la niña sólo le había picado la piernita, así son los niños.
- Así son los niños –le dije, tratando de cambiar ese tema incomodo.
Aquí esta mi tío mira, y aquí mi prima y esta es mi sobrina, y este que esta aquí es el Sholon, y estos pisaditos, mira, ya son uno licenciado y el otro va a ser medico, anda por chile, y este es un hijo de una mi hermana. Fue una fiesta en mi casa. Yo nunca me quedo atrás mira vos, siempre en buenos lugares, es que, si vieras, yo por eso te digo, me dijo, que a vos te falta vivir hombre, tenes toda una vida mano, una vida por delante, una vida sana, una vida llena de alegrías, mira acá estoy en el Club de Oficiales, y aquí en el salón del hotel Marriot y aquí en el Camino Real, y esta, esta es mi novia mira, la reina de un concurso de belleza a la par suya, pero yo ya sabía que era en el fondo una vida inventada por la necesidad, que talvez si habría tenido una vida de fiestas juveniles muy bien pensadas para sus propósitos de propaganda.
Era una montaña de fotos las que junte frente a mi, y cada una con una historia distinta de una misma persona que se había cambiado de peinado como veinte veces y se había ido haciendo otra persona. Ahora era solo papel valido únicamente como un vale de su palabra avalándolas. Ahora era un viejito con tres hernias, preocupado por el tiempo fluyendo, con un terreno grande en la Carretera al Salvador, con los ojos tristes de recuerdos, con el fantasma de su madre persiguiéndolo, con todas las ganas putas de volver a vivir en otro, todo lo que ya había perdido viviéndolo. Nunca se casó con ninguna de las reinas de belleza. Allí están las fotos de un hombre que entrenaba natación, boxeo y karate, ahora solamente pesan veinticinco libras.
Guatemala 18/07/09
Luego me pasó las fotos antiguas en blanco y negro de su juventud. Me sorprendió la diferencia de rasgos en casi ochenta años. Me dijo que pareció de menos edad siempre. Lleno de amigos posaba con infinita soltura frente al flash como si fuera actor de Hollywood. En la mayoría de las fotos aparecía en grupos de amigos, vestidos de traje, con su risa abierta y cordial y, además con la ilusión incierta de la ingenuidad de alguien que piensa que jamás morirá. Eran muchas fotos de fiestas y novias muy finas y hermosas; eran fotos donde aparecían amigos abrazados en fiestas de sociedad en hoteles o restaurantes. Eran fotos donde me señalaba con el dedo a sus amantes, affairs casuales y en ninguna parecía notarse su pasado. Vi una foto en la que esta con una que parece muy latina y me dijo que era su traidita y que tenía una hija. Luego en otra aparece con la niña en hombros y me dijo que la niña, cuando llego a los veinte años, había sido, también, algo de el. Así me hablaba siempre, con un descaró singular, con unas ganas de decir la verdad sin tapujos como ofendiendo las viejas costumbres conservadoras y luego yo le pregunté qué cuantos años tenía la niña ahora:
- Ha, yo creo –me dijo con una carcajada –que ya hasta está muerta.
- No le creo –le respondí –riéndome de la idea tan egoísta de pensar que la niña ya estuviera muerta. Pero luego razoné todo con otra conversación en la que me dijo, sin pestañar “yo a gente así, me dan ganas de matarla yo mismo, envolverlas en una bolsa negra y llevarlas a enterrar donde nadie los encuentre”. Entonces le recordé Greasse y los años sesenta con Silvia Pinal y Enrique Guzmán, porque ellos, en ese tiempo parecían así.
- Parecemos gansters, me dijo, como esas películas de Alcapone y Corleonne –me decía riéndose de las fotos.
- Parecen fotos tomadas por la CIA –le dije bromeando (y me di cuenta que sus frases oscuras eran sólo una forma de amedrentar o ganar respeto, como hacen los leones sin dientes con sus rugidos) y no una certeza calculada, tenia tanto tiempo de por medio que quizás hasta sus amigos gansters, habían sido, inevitablemente erosionados por los gusanos en un cementerio clandestino.
Me habló de putas y de que ahora tenía más de catorce años en un celibato voluntario. Que luego de ser PlayBoy, ahora se sentía muy sano sin hacer el sexo con mujeres y que eso lo tenía como una miseria humana. Yo siempre le escuchaba mientras me decía verdades y mentiras con la misma cara dura con la que yo le invente que tenía una mujer y una hija para que me aumentara de sueldo y para no quedarme más tiempo de las horas debidas. Pero en el fondo era una persona singular porque me contaba toda su vida sin omitir nada. Me enseño una foto de su hermana cuando eran unos niños:
- Ahí esta mi hermana, desde chiquita metiéndose el dedo –me dijo, y no me reí, porque sé que los niños son los seres más perversos, pero los viejos también, y a la niña sólo le había picado la piernita, así son los niños.
- Así son los niños –le dije, tratando de cambiar ese tema incomodo.
Aquí esta mi tío mira, y aquí mi prima y esta es mi sobrina, y este que esta aquí es el Sholon, y estos pisaditos, mira, ya son uno licenciado y el otro va a ser medico, anda por chile, y este es un hijo de una mi hermana. Fue una fiesta en mi casa. Yo nunca me quedo atrás mira vos, siempre en buenos lugares, es que, si vieras, yo por eso te digo, me dijo, que a vos te falta vivir hombre, tenes toda una vida mano, una vida por delante, una vida sana, una vida llena de alegrías, mira acá estoy en el Club de Oficiales, y aquí en el salón del hotel Marriot y aquí en el Camino Real, y esta, esta es mi novia mira, la reina de un concurso de belleza a la par suya, pero yo ya sabía que era en el fondo una vida inventada por la necesidad, que talvez si habría tenido una vida de fiestas juveniles muy bien pensadas para sus propósitos de propaganda.
Era una montaña de fotos las que junte frente a mi, y cada una con una historia distinta de una misma persona que se había cambiado de peinado como veinte veces y se había ido haciendo otra persona. Ahora era solo papel valido únicamente como un vale de su palabra avalándolas. Ahora era un viejito con tres hernias, preocupado por el tiempo fluyendo, con un terreno grande en la Carretera al Salvador, con los ojos tristes de recuerdos, con el fantasma de su madre persiguiéndolo, con todas las ganas putas de volver a vivir en otro, todo lo que ya había perdido viviéndolo. Nunca se casó con ninguna de las reinas de belleza. Allí están las fotos de un hombre que entrenaba natación, boxeo y karate, ahora solamente pesan veinticinco libras.
Guatemala 18/07/09
lunes, 20 de julio de 2009
TODOS LOS VERANOS TODOS (HISTORIA COMPLETA)
- Yo no le pediría demasiado -me aventuré a sugerirle-. No se puede repetir el pasado.
- ¿No se puede repetir el pasado? -exclamó incredulo -. ¡Claro que se puede!
El gran Gatsby, F.Scott Fitzgerald
El sol. Saliendo del mar, emergiendo del otro lado del mundo y regalándonos esas imágenes de estratos bañados de naranja y aplazados tonos celestes, que se van acentuando hasta que vemos un ojo blanco, pequeño y lento, allá al margen de la mar sin carabelas ni velas de piratas bárbaros fantasmas. Pienso en él mientras me acerco a una calle en donde me espera esa joven alegre que me recuerda el amor a la vida. Siento el viento calido del medio día de un miércoles de marzo. Ella ya está afuera y me espera con su equipaje para el viaje. ¿A dónde pensábamos ir? Vamos a Antigua, me responde. Caminamos hablando de trivialidades. ¿Qué te parece el día Anna? Cálido. Tú estas radiante. ¡Vamos a caminar por Antigua antes de viajar a Panajachel! Si, lo haremos. ¿Me dirás el color de los atardeceres? Si te lo diré, te diré todos los tonos, desde el azul púrpura de las tres de la tarde, hasta el celeste que tiembla en el filo de todos los degrades de la noche que suben desde el suelo; te diré si el Volcán de Agua tiene nubes o si esta desnudo, te diré además si la gente pasa con sus rostro pensativo, y te describiré las calles bañadas de luz, refulgentes, violentas y elementales como siempre. ¿Me dirás que me amas? Sabes que siempre lo hago. Ya sabes que lo hago desde que te conocí. ¿Y lo vamos a recordar de nuevo, para enamorarnos más? Si, talvez lo haga, o quizás sólo vivamos el presente. Subimos al bus y el ayudante nos dirige con su voz falsa hasta que nos sentamos. Me fije en tus brazos frágiles y tu piel blanca y tan efímera que parecía ser un ala de mariposa. ¿No me vas a preocupar como la vez anterior? No Javier, ahora llevo todos mis medicamentos, me dijo con su voz frágil. Alcance a ver su rostro sonriente y pensé en lo vulnerable que era Anna, y recordé de nuevo la primera vez que la había conocido. Sentí compasión, y una mezcla de sensaciones nuevas que no entendía, y me quedé callado oyendo el motor del bus, y por la ventana vi como a cada kilómetro se morían las casas y empezaba la selva y los volcanes y paredones raspados hacía más de un siglo por tractores con hombres de su tiempo con pensamientos romanticos. El pasado. En el tiempo de mi bisabuela, empezaban abrir caminos y muchos obreros sin escuela morían en las carreteras, y era reciente la ciudad. Tan nueva que había sólo un parque y no eran necesarios los automóviles, y las leyendas traídas de otros lugares eran más temibles con la noche sencilla de aquellas estrellas vivas. Lo que les daba miedo a todos era el pasado, y el futuro amanecía con este mismo sol que ahora le dibujaba una sombra surrealista a Anna entre la frente y la barbilla. Le pregunté también por su familia, que tenía sus personajes apasionados y otros taciturnos, y otros cínicos y algún poeta o músico. Pues bien, mi hermana se acaba de ir a Londres, me dijo. ¡Que dicha, recuerdo cuando me contaste que vivió un mes en Francia! Éste año ha viajado a Afganistán y a New York por su trabajo. ¡Parece que no le hace falta nada! Ella me cuenta a que lugares ha ido y, yo sólo le puedo contar de pastillas y mis dolencias. Esos dos temas son muy intensos, bromee. Dije con una risa aparente para matar la melancolía. Mirá, ya vamos a llegar, le dije. Me gusta la entrada de antigua, hay una bienvenida esculpida a un lado de la carretera como si fuera una gran lápida de un mausoleo colonial. Y la entrada es como una postal: casas con esos colores terrosos, zapote, amarillo huevo, encaladas, sucias por el tiempo, y unos cuantos extranjeros despeinados o descalzos buscando quién sabe qué. ¿Y el volcán? Perdido entre la bruma del atardecer, de todos los atardeceres solos y poblados de la tierra. Anna siempre va conmigo tomada del brazo, hemos pasado las primeras calles de la ciudad y nos han asaltado las catedrales mohosas y perdidas entre el liquen y la modernidad, oscuras, sin recuerdos y evocando aquellos tiempos de Doña Beatriz de la Cueva y Pedro de Alvarado, llevados y traídos como reyes por sirvientes indios, serios y callados, descalzos. Me recuerdo de los emblemas de leones y sirenas en las casas, de sus duras fuentes sin una gota de agua, de esas bugambilias que saltan lentamente hacía la calle transitada donde van y vienen señoras con velos. El olor a incienso y corozo. Las calles están bloqueadas por los mismos pobladores que tienden sobre los adoquines una cama de aserrín multicolor con las imágenes de la eucaristía y el símbolo milenario del hijo del hombre. ¿Esta pasando una procesión? No, están haciendo las alfombras. ¡Ha, que gusto me da el sol! Para mí esta muy fuerte, pero para Anna es perfecto, pues su piel blanca y transparente como de celofán, recibe con gratitud cada una de sus agujas doradas. ¡Voy a regresar más bronceado si no encontramos una sombra! Le digo. Ella se ríe y veo pasar a la gente. Me miran con curiosidad porque me ven llevar a Ana sujeta a mi brazo, unida a demás por otros vínculos que no sabrán y que sólo les es dado intuir. Ella nunca se da cuenta de las miradas de la gente, era yo quien veía por ella y llegué a temer de las miradas que se me volvieron tan claras hasta el punto que podía reconocer sus intenciones y muchas de ellas estaban llenas de horror y de odio. Dude por un tiempo de estas nuevas visiones y entonces pensé que quizás era yo quien las provocaba, y así redimí a muchos, hasta que me di cuenta que algunas miradas eran imposibles de redimir. Pero a ella lo único que le importaba era vivir sin temores, y yo motivaba, sin querer, aquella aventura hacía el mundo que nos rodeaba, pues mientras caminábamos bajo los pinos de la calle yo sentía que podía ser más que su compañero, el único que le mostrase las cosas desnudas, y le hacia reír con chistes sobre nuestra condición. ¿Y qué haremos si no encontramos hotel? ¡Pues tendremos una oportunidad para ser vagabundos y dormir bajo la luz de los faroles del parque! ¡El frió de la madrugada hará que nos abracemos contra los portones de madera! Ella reía y decía: ¡me gusta, me gusta esa idea! Y en el fondo yo imaginaba falsamente, que era suficiente mi irresponsabilidad para mantener su dicha por mucho tiempo, y luego recordaba tantas veces en las que me había resguardado bajo los portales del ayuntamiento. ¡Lo haremos como la otra vez! Si, le respondía, lo haremos como la otra vez. ¿Te acuerdas de los amigos y la conversación y las canciones que cantamos? Si, lo recuerdo muy bien, recuerdo aquellos alemanes borrachos que nos estaban enseñando a decir unas malas palabras y aquella joven francesa que te empezó a decir algo al oído y, luego nos contó con lágrimas que la habían violado en Copan, me dijo, también recuerdo que aquella noche hicimos el amor hasta el amanecer en ese extraño hotel donde todos bebían en el patio recostados en esa hermosa pila enorme que parecía una fuente, le dije.
El olor del hotel era húmedo y hacía fresco adentro. Me vi subiendo las gradas con ella y dejamos nuestras cosas en la habitación. ¿Cómo es éste cuarto? Es un cuarto sencillo, una cama, una mesa, las paredes encaladas de color celeste, y el techo es de madera con unos nombres dibujados entre corazones. ¿Cenamos en la terraza? Pude ver que sacaba de su bolso unas pastillas de colores que se iba pasando con agua. ¿Te sentís bien? Ya me va a pasar, tal vez es el frió de la tarde, o todo el calor del medio día. Muchos se van cuando lo ven a uno cambiar, me dijo con rabia, no todos comprendemos eso, le dije.
El olor del hotel era húmedo y hacía fresco adentro. Me vi subiendo las gradas con ella y dejamos nuestras cosas en la habitación. ¿Cómo es éste cuarto? Es un cuarto sencillo, una cama, una mesa, las paredes encaladas de color celeste, y el techo es de madera con unos nombres dibujados entre corazones. ¿Cenamos en la terraza? Pude ver que sacaba de su bolso unas pastillas de colores que se iba pasando con agua. ¿Te sentís bien? Ya me va a pasar, tal vez es el frió de la tarde, o todo el calor del medio día. Muchos se van cuando lo ven a uno cambiar, me dijo con rabia, no todos comprendemos eso, le dije.
Te podía presentir, saber de tí, ver la oscuridad que oias, oler los corredores inventados por la imaginación, volver a mi mismo y ver con más brillo la noche, y qué decir de los paisajes del bar Sky y todos los seres humanos que conociamos.
Subimos a la terraza. Había una mesa y tres sillas viejas con los respaldos rotos. Sentí una sensación de triunfo, y de calma al ver el cielo del atardecer, y desde donde estábamos podía ver muchas de las casas y ruinas. Podía ver el volcán de Agua y su cráter quebrado, y podía ver el canal por donde se había desbordado hacía medio siglo y había sepultado a la ciudad entera en un apocalíptico final de fango y fuego. Y eran esos tiempos a los que regresábamos, y el tiempo aquel ya se había ido, y sólo quedaba el cadáver sin carne por las calles y uno pensaba en volverlo a reconstruir, pero era imposible, con el pasar del tiempo la ciudad de Antigua ya era otra. Todo ese tiempo que había quedado sepultado también era demasiado tirano, los hombres habían sido tiranos unos con otros, y las mujeres se había acostumbrado a callarse todas sus palabras, y los Jesuítas y Dominicos en las iglesias se había acomodado en sus sillas barnizadas, y los indios se habían ido acostumbrando al mal trato, y eran tiempos tristes. Pensé que no había nada más inútil que seguir pensando sobre ese pasado. Aunque las construcciones eran sublimes, las catedrales, las casas grandes y con patios amplios para los niños. Todos los sueños. Sembradas sobre la tierra estaban las plazas, y todos sus secretos verdaderos e innombrables estaban perdidos y hechos polvo. La luz. Sentí la tarde caer y la noche subir de todos lados, con las sombras de las nubes y esa luz perpendicular que siempre se escapa de ellas y baja como una señal divina del otro mundo. Cenamos hablando de las semanas que no nos habíamos visto. Cuando empecé a hablar con ella me di cuenta que me confesaba muchos sueños y esperanzas. Juntos las hacíamos posibles. La noche llego suavemente. Mientras bajábamos las gradas pude sentir como mi mente ordenaba cada objeto en mi memoria, cada color, cada sonido, y pronto me lo revelaba como un paisaje renovado por un deseo que me venía de dentro del cuerpo y que respiraba literalmente en cada paso. Te veo iluminado, me dijo. ¿Me podes ver? Por la luz donde pasamos, pero debo enfocar bien, de lo contrario miro algunas sombras. Recordé lo que pensaba de niño. Aquella sensación de que todo el mundo era un escenario y cada persona sólo actuaba una comedia para sí misma, o para mí solamente. La tragedia que había vivido en mi adolescencia se encendía en cada paso libre que daba y ahora podía compartir con una mujer, que tenía las características ideales para lidiar conmigo y poder enamorarme con sólo estar a mi lado. La soledad era como un viejo recuerdo, como una lejana imagen de dolor que ahora me parecía tan pequeña, tan poderosa también por momentos, pero que ahora era un sentimiento necesario y que podía imaginar junto a Anna como inevitable para poder decir todo lo que tenía por dentro y que ya no podía guardar para siempre. Al cruzar las esquinas y calles repletas de gente me parecía verlas vacías al final de la noche. Siempre, desde la primera noche que hablamos, supe de qué estaba hecha ella. Ana había perdido muchas cosas en la vida, y tenía una oportunidad cada mañana de volver a la vida una canción o de vivir una verdadera angustia. No estaba muy lejos de lo que para mi era vivir, que por momentos se me volvía ante el instante un absurdo de imágenes e ideas, unas buenas y morales y por otro lado, una mar de crueldad y de horror, que colapsaban de frente a mí, disolviéndome. Ella estaba hecha de rencores muy bien domados, amarrados a las patas de su ansiedad y la inexorable necesidad de ser lo que quizás nunca llegaría a ser: una simple niña normal. Ella estaba hecha de sueños que se incendiaban minuto a minuto en su alma, y sobrevivían los que tocaban puerto en mi corazón. (Yo fui tu puerto, yo tu mar, yo tu fuego, y me rendí ante esa fuerza indomable y sutil de sus caricias que me decían en cada ruego, no me olvides acá esta mi corazón que quiere seguir latiendo, y yo sabia que yo también debía dejarme llevar a su lado y ver hasta donde el corazón humano era tan fuerte como me contaban los libros.) Siempre le cante mis canciones llenas de dolor, y ella las entendía con una sonrisa, y yo sabía muy dentro que ella ya conocía esos lugares y los había sufrido, y que yo sólo me atrevía a soñar o imaginar. Algunas veces me sentí solo también, junto a ella: cuando dudaba de todo, y yo también aprovechaba para dudar de todo, o de creer en sólo una cosa. Era cuando fumábamos en silencio. Luego nos sanábamos mutuamente. Ella me besaba. Yo le devolvía las caricias. El amor. Siempre fue nuestro amor como un secreto misterio para los demás. La fuente estaba en nuestra sinceridad. Yo siempre le conté lo que hacía, y ella también, aunque así fuera el pecado más terrible. ¿Ya estamos en el parque? Oíste la música y me dirigiste hacia la banca más cercana y nos abrazamos contra el frió viento que enredaba sus cabellos. Mañana nos vamos a Panajachel. Mañana nos vamos. Me dijiste que era sensacional el aroma de los veranos, ese sentimiento me recorrió por las manos como un calor mitológico y elemental, sencillo, hecho de recuerdos anteriores. El sol brillaba en mi memoria de nuevo, y me veía loco y sin sentido parado sobre una silla bailando una canción de Rock and Roll, ebrio, viendo a través de esa ventana el lago de Atitlán inmerso en un celeste pastoso, y mis amigos pintados con brochas gruesas y mezclados entre las piedras de la playa, y aquella vez perdí la razón en un sentimiento de temor y vació, los ojos contra el suelo viendo de cerca las hormigas inconcientes de mis irresponsables actos de amor y libertad. Sentí su calor, y su olor se me hizo real. Al fondo un chico con todos los accesorios de la rebeldía cantaba el Unicornio, y yo recordé algo que me nacía más allá de las raíces de mi carne. Que raíces son tan fuertes que nacen de los riñones y atraviesan los intestinos, y suben por la frente hasta quebrar el cráneo. Oí su voz preguntándome. Toda la gente que anda por este parque, dije, jugando algunos a vivir, otros inocentes del terror, y otros todos por ahí escondidos amándose como si no existiera el mañana. Los indígenas morenos, Anna, aquellos hombres de la zafra. Me recuerdas mi pueblo y su rió, el llano, y la casa aquella hecha de troncos donde mis padres bebían ron con sus compadres y nosotros hacíamos travesuras a sus espaldas. Empezó a contarme de una tarde en que junto a su prima se habían robado una botella de vino Marsala, y se habían emborrachado entre los árboles y lograron perderse en la finca cercada de su abuelo. Sus papeles –dijo el policía con su traje de luto –. ¿Qué hora es? Es la una, dijo el policia. Nos invitaron a la rueda y empezamos a cantar. Unos músicos amables nos pasaron unos vasos con la bebida que estaban tomando, Cusha de pueblo. Cantamos canciones que eran de otros tiempos, y nuestros besos nos llevaron de regreso al hotel. Sentía un hambre de tu piel, de meterme tus olores en la mente para no olvidarlos aunque pasara lo que pasara al otro día, o a la hora siguiente, y tenía tanto deseo de que llegáramos a la cama. ¿Gracias por dármelo todo? Gracias a vos por ser como sos. Sentía el sopor de la madrugada, el silencio del cuarto y el sonido de nuestras manos buscando algo inalcanzable. Tenía la nada abrazada a mi cuerpo, una hoja en blanco donde podía pintar lo que yo quería, tenía un pentagrama, tenía algo etéreo que podía ser creado y liberado. Un universo en cada mano, y entre la piel el miedo de perdernos. Nos abrazamos. Sentí el miedo de nuevo y termine besándola con rugidos de cachorro desarmado, hasta que nos volteamos y oímos nuestras respiraciones a punto. Encendí un cigarro, cuando se apagó nos dormimos.
Mi refugio. Todos los cuartos de hotel son refugios de amantes, barricadas contra la soledad. Me desperté feliz aquella mañana que no sabía que día era. Me sentía renaciendo por dentro, y me imaginé sintiendo la frescura turbia del lago. Oí el sonido de los primeros buses. Sentía el sopor del sueño y la presencia de un sentimiento de lo soñado, que iba juntando pedazo por pedazo como si fuera un juego profundo y mental. ¿Ya nos vamos? Te respondí que nos iríamos después de desayunar. Parecías no querer despertar ni dejar que pasara el tiempo. Tomé tu cabello y entonces, desnudos, nos perdimos en nosotros mismos desatando nudos de adentro y amarrando de nuevo nuestras lenguas en la semántica del silencio de ecos propios. Se me hacía una escena perdida y romántica. Un par de solitarios juntos, amándose en su refugio propio, con su nueva religión y su preciosa bandera sin dictadura. Hablábamos un lenguaje diferente unido por lo que cada uno exploraba del otro, en medio de una ciudad que era visitada por habitantes de todo el mundo. Desde lo alto de los volcanes o miradores, las ciudades se ven pequeñas. Desde dentro de uno mismo la humanidad es una sola. ¿Te acuerdas cuando nos conocimos? Vos eras un niño delgado. Y vos estabas tan sola sentada en esa mesa rodeada de gente. Nos tratábamos de usted, y jugábamos a no buscarnos, sin saber que ya el fuego de nuestros besos nos había fundido de la piel. Me robaste un beso cuatrero. Y vos que te dejaste mi bandolera con cara de niña. ¡A Panajachel! Gritó el bandera. La carretera con sus costados verdes y sus inminentes pueblos y casas y niños ordeñando vacas, y mujeres sin rostro corriendo gallinas por los caminitos empinados, y más allá las montañas azules y verdes, esperando con una paciencia invencible el final de los tiempos. La camioneta corre hasta Solola, baja por una cuesta empinada. ¿Ya se ve el lago? Aún no, pero pronto te lo diré. ¿Crees que vamos a ver a los amigos que vemos todos los años? Creo que haremos nuevos amigos, y beberemos de nuevo vino, en Sunset, como el año pasado. ¡Me encanto ese lugar y lo que hablamos y todo el sabor del vino, y los nachos con queso derretido! Sé que te gusto. Me gusto cuando me dijiste que me querías que eso se repitiera eternamente. Es la verdad, te quiero mucho, pero no entiendo de Nietzche, ni de ningun filosofo. Yo no sé porque te quiero tanto, le dije. Si sabes, lo que pasa es que sos muy arrogante para decírmelo, me dijo. Nos reímos. Tú bajaste una botella de agua y bebiste con avidez. Te hablé de los pueblos de Solola, los doce apostoles, y pasaban mujeres vestidas de colores, con sus canastos sobre la cabeza y te iba describiendo el camino como si le estuviera contando un cuento dulce a una princesa galáctica. El lago apareció entonces del lado de la ventana, y parecía una ilusión óptica, un momento en la memoria. No era azul, no era verde o turquesa, era el lago más hermoso e indescriptible que hayamos visto. Lo contrario a la ciudad. Alguna vez pensé que todo lo que uno vivía era como una película y uno debía tratar de que su película fuera un éxito de taquilla. Y cada vez que bajaba frente a la avenida Santander siempre iba con un gran sueño, con las ganas de descubrir en los demás el lago que todos llevamos dentro y que a veces vemos reflejado al tocar sus márgenes. ¿Puede un poeta describir la eternidad, o un paisaje? No Anna, no puede, siempre trata, y en su intento algo descubre o algo destruye. ¿Y es cierto que es tan bello el lago? Es más bello de noche cuando solo oyes su corazón latir sobre la playa, un ir y venir, lejano, cercano, silencioso y dormido. Los dos tendidos sobre la playa hicimos realidad nuestro sueño. ¿Puede que nuestra historia sea de amor verdadero? No lo creas tanto, a veces es mejor ignorar muchas cosas, uno sufre menos. La muerte. Siempre rondo la muerte pero no nos asustaba porque siempre iba vestida con harapos, sin glamour la muerte no asusta, dijiste. Muchos amigos nos saludaron y bebimos unas copas con alguno que nos apreciaba de verdad. Los veranos estábamos lejos de la muerte, hasta que llegó el invierno y entonces la enfermedad de Anna nos separó por completo. Sentí que todas las imágenes de todos mis veranos no eran suficientes, y entonces imaginé los veranos en la playa de cuando era niño y me entró agua en el oído y tuve que dejar que una mujer que no conocía me echara unas gotas de leche materna en la oreja. Pero no me curé, me siguió el dolor aun cuando amaneció y estábamos refugiados con mis tíos en una torre oyendo el mar, y yo muerto de frió y de sueño. Todos los veranos sale el sol. Siempre vuelve como una serpiente dorada que se muerde la cola más allá del mar. Ojala Anna vuelva a ver otros veranos, y yo pueda volver a sentir aquella emoción tan infantil de correr hacía el mar junto a ella y tirarnos en la arena mientras las olas nos cubren por completo.
Panajachel, 2008
Mi refugio. Todos los cuartos de hotel son refugios de amantes, barricadas contra la soledad. Me desperté feliz aquella mañana que no sabía que día era. Me sentía renaciendo por dentro, y me imaginé sintiendo la frescura turbia del lago. Oí el sonido de los primeros buses. Sentía el sopor del sueño y la presencia de un sentimiento de lo soñado, que iba juntando pedazo por pedazo como si fuera un juego profundo y mental. ¿Ya nos vamos? Te respondí que nos iríamos después de desayunar. Parecías no querer despertar ni dejar que pasara el tiempo. Tomé tu cabello y entonces, desnudos, nos perdimos en nosotros mismos desatando nudos de adentro y amarrando de nuevo nuestras lenguas en la semántica del silencio de ecos propios. Se me hacía una escena perdida y romántica. Un par de solitarios juntos, amándose en su refugio propio, con su nueva religión y su preciosa bandera sin dictadura. Hablábamos un lenguaje diferente unido por lo que cada uno exploraba del otro, en medio de una ciudad que era visitada por habitantes de todo el mundo. Desde lo alto de los volcanes o miradores, las ciudades se ven pequeñas. Desde dentro de uno mismo la humanidad es una sola. ¿Te acuerdas cuando nos conocimos? Vos eras un niño delgado. Y vos estabas tan sola sentada en esa mesa rodeada de gente. Nos tratábamos de usted, y jugábamos a no buscarnos, sin saber que ya el fuego de nuestros besos nos había fundido de la piel. Me robaste un beso cuatrero. Y vos que te dejaste mi bandolera con cara de niña. ¡A Panajachel! Gritó el bandera. La carretera con sus costados verdes y sus inminentes pueblos y casas y niños ordeñando vacas, y mujeres sin rostro corriendo gallinas por los caminitos empinados, y más allá las montañas azules y verdes, esperando con una paciencia invencible el final de los tiempos. La camioneta corre hasta Solola, baja por una cuesta empinada. ¿Ya se ve el lago? Aún no, pero pronto te lo diré. ¿Crees que vamos a ver a los amigos que vemos todos los años? Creo que haremos nuevos amigos, y beberemos de nuevo vino, en Sunset, como el año pasado. ¡Me encanto ese lugar y lo que hablamos y todo el sabor del vino, y los nachos con queso derretido! Sé que te gusto. Me gusto cuando me dijiste que me querías que eso se repitiera eternamente. Es la verdad, te quiero mucho, pero no entiendo de Nietzche, ni de ningun filosofo. Yo no sé porque te quiero tanto, le dije. Si sabes, lo que pasa es que sos muy arrogante para decírmelo, me dijo. Nos reímos. Tú bajaste una botella de agua y bebiste con avidez. Te hablé de los pueblos de Solola, los doce apostoles, y pasaban mujeres vestidas de colores, con sus canastos sobre la cabeza y te iba describiendo el camino como si le estuviera contando un cuento dulce a una princesa galáctica. El lago apareció entonces del lado de la ventana, y parecía una ilusión óptica, un momento en la memoria. No era azul, no era verde o turquesa, era el lago más hermoso e indescriptible que hayamos visto. Lo contrario a la ciudad. Alguna vez pensé que todo lo que uno vivía era como una película y uno debía tratar de que su película fuera un éxito de taquilla. Y cada vez que bajaba frente a la avenida Santander siempre iba con un gran sueño, con las ganas de descubrir en los demás el lago que todos llevamos dentro y que a veces vemos reflejado al tocar sus márgenes. ¿Puede un poeta describir la eternidad, o un paisaje? No Anna, no puede, siempre trata, y en su intento algo descubre o algo destruye. ¿Y es cierto que es tan bello el lago? Es más bello de noche cuando solo oyes su corazón latir sobre la playa, un ir y venir, lejano, cercano, silencioso y dormido. Los dos tendidos sobre la playa hicimos realidad nuestro sueño. ¿Puede que nuestra historia sea de amor verdadero? No lo creas tanto, a veces es mejor ignorar muchas cosas, uno sufre menos. La muerte. Siempre rondo la muerte pero no nos asustaba porque siempre iba vestida con harapos, sin glamour la muerte no asusta, dijiste. Muchos amigos nos saludaron y bebimos unas copas con alguno que nos apreciaba de verdad. Los veranos estábamos lejos de la muerte, hasta que llegó el invierno y entonces la enfermedad de Anna nos separó por completo. Sentí que todas las imágenes de todos mis veranos no eran suficientes, y entonces imaginé los veranos en la playa de cuando era niño y me entró agua en el oído y tuve que dejar que una mujer que no conocía me echara unas gotas de leche materna en la oreja. Pero no me curé, me siguió el dolor aun cuando amaneció y estábamos refugiados con mis tíos en una torre oyendo el mar, y yo muerto de frió y de sueño. Todos los veranos sale el sol. Siempre vuelve como una serpiente dorada que se muerde la cola más allá del mar. Ojala Anna vuelva a ver otros veranos, y yo pueda volver a sentir aquella emoción tan infantil de correr hacía el mar junto a ella y tirarnos en la arena mientras las olas nos cubren por completo.
Panajachel, 2008
viernes, 17 de julio de 2009
HAY ANGUSTIA Y ESPERANZA
Hay angustia y esperanza. Como si el mal fuera bueno. Como si las interminables horas fueran un irrevocable concierto para algo más breve y deleitoso. Dormir en el cuarto lleno de peluches mientras se sueñan pesadillas. Oír los pasos por las gradas de un hospital. Las respiraciones largas y pausadas en la oscuridad. Volver a ver el reloj y comprobar que el tiempo se va cuando uno no esta atento a las agujas. El arenal de la vida como un río por una cintura. La hora del sueño. Las nubes corriendo las ventanas quietas. Los autos chocándose en las esquinas amuralladas. Los viejos en lo profundo del sueño de los niños. Las fotocopiadoras absurdas imprimiendo las fotos de un ferrocarril museo. De un restaurante grotesco donde cambian los celulares por botellas y luego regresan los atormentados. Pare de sufrir. Dios es amor. Luz verde. Carros que corren sin detenerse nunca por los mapas del mundo. Somos profetas de la tecnología donde un dios moderno planea construir el mundo de nuevo y en menos días, pero a un precio impagable. Camionetas rojas. Conversación del dueño con su empleado. Gente pasando inadvertida. Las luces encendidas. El futuro inmóvil. J-198 Avant l´an 2009.
Fotografía de modelo guatemalteca .
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