A los enamorados
que todavía pican corazones en los árboles.
Mi mamá que vivió también su historia de amor, se reía cuando los miraba besándose tan temprano sentados en la misma banqueta allá en la zona 5. Era una verdadera historia de amor. Denise tenía el pelo castaño y su rostro era el de una estudiante universitaria con unos enormes lentes que la hacían parecer muy inteligente, o al menos esa fue mi impresión. Era de baja estatura y un cuerpo fino, y parecía ser de buena familia. Vivía en una colonia de clase media en una casa alta de tres niveles a medio construir. Carlos tenía una estatura mediana, moreno, distinguido, con una buena dosis de románico, cantaba con guitarra canciones de amor y desde que vio a Denise se enamoro de ella. Era el inconfundible amor a first sigth. Este amor los volvió locos, tanto que se olvidaron de sus diferencias, en tanto el padre de Denise se encargaba de recordárselos cada vez que los veía juntos. Por eso los mirábamos tan temprano besándose como si fuera de noche en una calle en plena mañana, cada uno con su uniforme del colegio. Ella se escapaba como podía y el buscaba el tiempo para verla. Nunca les pregunte siquiera el porque de una cita tan madrugadora. En aquel tiempo estaba preocupado por terminar de leer a Nietzche y a Hesse como si fueran un purgante necesario para acabar con mis íntimos rescoldos románticos y religiosos. A Carlos lo recuerdo bien porque además de habernos conocido en los Scout, nos veíamos en ocasiones en la casa de Denise: yo llegaba acompañando a Francisco Soto, o acompañándonos mutuamente por ver a Patricia, una musa sin glamour que se colgaba de árboles y saltaba de acantilados y se arriesgaba en los juegos del bosque con una valentía de amazona; pero además fue la mujer que me inicio en el gusto de la lectura guatemalteca. Lo recuerdo bien. Fue esa ocasión en la que Carlos invito a Denise a La Laguna Verde, pero debía ir también Patricia para que no inculparan a Denise de haberse fugado con él, que ya en esa época era tan mal visto por el padre que sólo podían verse en la puerta de su casa. Carlos debió saber de mi amor inconfesado por Patricia y me invitó también.
Así que nos fuimos por el camino habitual que tomábamos con los Scout, bajamos la Cuesta del León y subimos hacia el colegio Austriaco y volteamos como yendo a San Isidro, bajamos al río. Siempre que bajábamos al río sabíamos que nos íbamos a mojar los pies, lo sabíamos y por eso llevábamos zapatos viejos y saltábamos de piedra en piedra sorteando el agua clara que viajaba sin prisa entre las rocas y troncos caídos y viejos, y los paredones húmedos vestidos de musgos y ramales hacían del lugar un pequeño paraíso boscoso. Yo era muy callado y Patricia también, aunque cuando sonreía parecía tan maravillosa que yo nunca me atrevía a darle un beso o decirle que me gustaba. Llevaba siempre el cabello recogido con una trenza, y parecía muy ágil saltando rocas en el río. Denise era más femenina, frágil y romántica. Patricia en cambio nunca hablaba de chicos ni de amor, y tenia muy bien guardada una pasión por los libros que me cambio la forma de ver a las mujeres. Aquella mañana Denise y Carlos, recuerdo que hablaban de sus asuntos y yo debí comentar con Patricia sobre el bosque, las clases y los compañeros Scout. Recuerdo que pasamos un oscuro pasaje que era como un túnel, y recordé siempre el temor fascinador de la primera vez, que era como un deseo, o una sensación de internarse en otro mundo, o de resurgir en un mundo muy distinto, como en un sueño cuando uno ve al fondo una luz muy pequeña que a cada paso va creciendo hasta entregarnos la clara luz refulgente del otro lado. Así fue esta vez, Patricia pasaba frente a mí y yo sentía la presión del agua contra mis piernas y el temor que el río se creciera de repente. A medio camino, la oscuridad era tan presente y el ruido del agua atronador que realmente parecía que uno estaba caminando por un sitio peligroso, por donde la única luz eran unos respiraderos muy pequeños donde la claridad se ahogaba. Al fondo apareció la sagrada luz, y el rumor se fue espaciando con forme llegábamos a la boca del pasaje, y el terreno por el que caminábamos perdía irregularidades. Subimos una lomita y vimos la laguna. Era verde esmeralda y estaba rodeada por paredones montañosos y pinos que la envolvían en un verde profundo como en un sueño lucido. Hicimos un pequeño campamento, y Carlos bajó con Denise a revisar el fondo para los saltos venerables que siempre emprendíamos desde una base de concreto que debió ser en algún tiempo un intento fallido de alguien por construir un tipo de presa o dique para sanear la laguna. En realidad la laguna era un estanque cubierto de un alga que no habíamos visto en ningún otro lado, eran como pequeñas escamas verdes que al reproducirse lograban el encanto de cubrir toda la superficie de una alfombra vegetal. Patricia me dijo “has leído algo de Rigoberta Menchu”, sólo sé un par de chistes le dije, sin darme cuenta de mi error. Sacó un libro y empezó a leer sentada en el borde de unas gradas sepultadas entre la tierra. Yo me dediqué a observar la naturaleza, el cielo, esos sonidos escondidos entre los árboles y vi un par de ardillas saltando de rama en rama, y a unos pajarillos hermanándose bajo el sol. Carlos y Denise habían desaparecido. Y yo no tenía nada de que hablar con Patricia. Ella estaba tan concentrada en su lectura que resolví tirarme desde el dique. Salté, al cabo de muchos intentos fallidos, temía realmente el instante de saltar y estar a merced de la gravedad violenta. Pero al lanzarme logré la atención de Patricia y la animé para que saltara también. Y me vio con algo de rabia y una sonrisa insolente y me di cuenta que se había molestado. Subí empapado y lleno de minúsculas algas regadas por la piel. “Qué lees”, le pregunté, y ella me volteo la pasta y pude ver a una mujer indígena y el título “Soy Rigoberta Menchu y así me nació la conciencia”. Yo si había leído a buenos autores pero nunca me había preocupado mucho por Guatemala, y había oído sobre la señora Menchu pero no le puse toda la importancia como para leer sobre ella. Aquella vez me sentí tan ignorante frente a Patricia que llegué a su casa un día con quince libros que había leído en los que figuraban autores tan excéntricos que ella debió pensar que yo había perdido la razón, como decía mi madre en aquella época febril.
Pero esta historia es sobre Carlos y Denise, que eran amantes, y que luego de unos meses ya no los vimos en su habitual banqueta, y quizás nunca supe lo que paso, pero intuyo que fue obra del mismo amor que los unió. A Denise la vi una noche en la zona 1, en el Café Peñalba, dibujando unos ojos en una servilleta. Vivía sola y parecía disfrutar de su libertad. Ahí entre discos de The Cure y Depeche Mode, me atreví a preguntarle por Carlos y no me respondió a los ojos. De Carlos supe que se había unido y luego separado, y luego que se había unido de nuevo con una chica llamada Velvet que también había conocido en los Scout. Ahora los recuerdo porque el mundo se parece a ellos, un poco de amor un poco de olvido, todo por lo mismo, el paso del tiempo.
Guatemala 27/08/08
Así que nos fuimos por el camino habitual que tomábamos con los Scout, bajamos la Cuesta del León y subimos hacia el colegio Austriaco y volteamos como yendo a San Isidro, bajamos al río. Siempre que bajábamos al río sabíamos que nos íbamos a mojar los pies, lo sabíamos y por eso llevábamos zapatos viejos y saltábamos de piedra en piedra sorteando el agua clara que viajaba sin prisa entre las rocas y troncos caídos y viejos, y los paredones húmedos vestidos de musgos y ramales hacían del lugar un pequeño paraíso boscoso. Yo era muy callado y Patricia también, aunque cuando sonreía parecía tan maravillosa que yo nunca me atrevía a darle un beso o decirle que me gustaba. Llevaba siempre el cabello recogido con una trenza, y parecía muy ágil saltando rocas en el río. Denise era más femenina, frágil y romántica. Patricia en cambio nunca hablaba de chicos ni de amor, y tenia muy bien guardada una pasión por los libros que me cambio la forma de ver a las mujeres. Aquella mañana Denise y Carlos, recuerdo que hablaban de sus asuntos y yo debí comentar con Patricia sobre el bosque, las clases y los compañeros Scout. Recuerdo que pasamos un oscuro pasaje que era como un túnel, y recordé siempre el temor fascinador de la primera vez, que era como un deseo, o una sensación de internarse en otro mundo, o de resurgir en un mundo muy distinto, como en un sueño cuando uno ve al fondo una luz muy pequeña que a cada paso va creciendo hasta entregarnos la clara luz refulgente del otro lado. Así fue esta vez, Patricia pasaba frente a mí y yo sentía la presión del agua contra mis piernas y el temor que el río se creciera de repente. A medio camino, la oscuridad era tan presente y el ruido del agua atronador que realmente parecía que uno estaba caminando por un sitio peligroso, por donde la única luz eran unos respiraderos muy pequeños donde la claridad se ahogaba. Al fondo apareció la sagrada luz, y el rumor se fue espaciando con forme llegábamos a la boca del pasaje, y el terreno por el que caminábamos perdía irregularidades. Subimos una lomita y vimos la laguna. Era verde esmeralda y estaba rodeada por paredones montañosos y pinos que la envolvían en un verde profundo como en un sueño lucido. Hicimos un pequeño campamento, y Carlos bajó con Denise a revisar el fondo para los saltos venerables que siempre emprendíamos desde una base de concreto que debió ser en algún tiempo un intento fallido de alguien por construir un tipo de presa o dique para sanear la laguna. En realidad la laguna era un estanque cubierto de un alga que no habíamos visto en ningún otro lado, eran como pequeñas escamas verdes que al reproducirse lograban el encanto de cubrir toda la superficie de una alfombra vegetal. Patricia me dijo “has leído algo de Rigoberta Menchu”, sólo sé un par de chistes le dije, sin darme cuenta de mi error. Sacó un libro y empezó a leer sentada en el borde de unas gradas sepultadas entre la tierra. Yo me dediqué a observar la naturaleza, el cielo, esos sonidos escondidos entre los árboles y vi un par de ardillas saltando de rama en rama, y a unos pajarillos hermanándose bajo el sol. Carlos y Denise habían desaparecido. Y yo no tenía nada de que hablar con Patricia. Ella estaba tan concentrada en su lectura que resolví tirarme desde el dique. Salté, al cabo de muchos intentos fallidos, temía realmente el instante de saltar y estar a merced de la gravedad violenta. Pero al lanzarme logré la atención de Patricia y la animé para que saltara también. Y me vio con algo de rabia y una sonrisa insolente y me di cuenta que se había molestado. Subí empapado y lleno de minúsculas algas regadas por la piel. “Qué lees”, le pregunté, y ella me volteo la pasta y pude ver a una mujer indígena y el título “Soy Rigoberta Menchu y así me nació la conciencia”. Yo si había leído a buenos autores pero nunca me había preocupado mucho por Guatemala, y había oído sobre la señora Menchu pero no le puse toda la importancia como para leer sobre ella. Aquella vez me sentí tan ignorante frente a Patricia que llegué a su casa un día con quince libros que había leído en los que figuraban autores tan excéntricos que ella debió pensar que yo había perdido la razón, como decía mi madre en aquella época febril.
Pero esta historia es sobre Carlos y Denise, que eran amantes, y que luego de unos meses ya no los vimos en su habitual banqueta, y quizás nunca supe lo que paso, pero intuyo que fue obra del mismo amor que los unió. A Denise la vi una noche en la zona 1, en el Café Peñalba, dibujando unos ojos en una servilleta. Vivía sola y parecía disfrutar de su libertad. Ahí entre discos de The Cure y Depeche Mode, me atreví a preguntarle por Carlos y no me respondió a los ojos. De Carlos supe que se había unido y luego separado, y luego que se había unido de nuevo con una chica llamada Velvet que también había conocido en los Scout. Ahora los recuerdo porque el mundo se parece a ellos, un poco de amor un poco de olvido, todo por lo mismo, el paso del tiempo.
Guatemala 27/08/08