Los gatos tienen un carácter bastante particular. Imagínese usted,
a veces no se les puede poner nombre.
El carácter del gato es fácil por
eso es complicado: se lamen todo el día, se hacen los importantes, y andan por
todos lados buscando lo que jamás se les perdió. En francés se les dice Chat, que interesante que parezca una
invitación a la escritura. Todos, y voy a cometer una libertaria exageración,
todos los escritores han tenido un gato en algún momento de su breve vida.
Yo tuve uno. A los ocho años una
mujer entró a una cantina donde mi padre se tomaba una cerveza y se lo regaló
por nada. Lo llevaba en una jaula como si fuera un canario. Era amarillo oro y
sus ojos de un verde menta se fueron conmigo al sueño del final de mi infancia.
Fui feliz tratando de enseñarle trucos de circo. Me imaginé que en el mañana,
pronto sería un tigre de bengala. Era yo tan crédulo que leí que si uno puede
mantener la vista fija en los ojos de un gato podría hipnotizar a la gente.
Al final entendí por que la
señora llevaba al gato en una jaula. El muy cabrón se fue volando. Luego conocí
a una gatita blanca que me vio desde un sueño y se materializo al otro día.
Puede ser que el hipnotizado sea yo, pero creo que las puertas se abren con
colitas blancas y desde las nubes caen rebotando los hijos e hijas de una nueva
estirpe de felinos alados.
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Hoy en la casa de Hemingway hay más de 60 gatos, en casa de
Luis de Lion hay seis. Juan Pablo Dardón le hizo un poema
largo a su gata Sam.
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