Así lo creí. Salí de ese hotel a las tres de la tarde y lo único que quería en ese momento era una cerveza fría. Tomé uno de esos buses a los que uno les muestra una tarjeta y pensaba en una frase que me martillaba el cráneo, una sola frase para empezar un cuento "detrás de los senos hay un corazón". Dudaba como un ateo en plena marcha. Hasta que llegué a esa calle llena de fiesta al principio de la colonia Venezuela. Llamé por teléfono a un amigo pintor, de quien Juan Juárez tuviera a bien hacerle una crítica de arte. En fin, lo único que haría éste hermano sería dibujar un comic para una presentación de un cuento escrito por mi, en la Alianza Francesa. Pero no estaba. Llegué a la esquina sin ganas de ir a casa y con una ansiedad por un trago.
De pronto pasó un antiguo camarada de la universidad. Iba con una sombra de duda, pero no como un ateo sino como un creyente de Satanás. Lo saludé primero. Me recordaba vagamente; con una sonrisa estúpida me preguntó que a donde iba y no dudé en invitarlo a una cerveza. Parecía un soldado, un soldado arrepentido de la vida. Me confesó, luego de hablarme de algunos recuerdos de la universidad, que tenía por lo menos unas horas de haber terminado una relación con su novia. Parecía, repito, un pobre diablo. Bebía con lentitud, con el semblante fantasmal de los condenados a la muerte. Su sentencia, esa culpa, quizás yo también la conocía y se me volvían algunos recuerdos molestos de esa condición de esclavo de un sentimiento. Así que empecé por contar chistes. Se reía sin mucha emoción.
Hasta que se quedó serio y me dijo que se quería matar, que hacía unas horas había salido de su casa con un frasco de veneno para matarse de una vez por todas. Me enseñó el frasquito, uno como de muestra de perfume. Le pareció que no le creía y lo empezó a abrir. El frasco, como una botella de Coca-Cola, expulsó a presión la mitad del contenido.
Hasta que se quedó serio y me dijo que se quería matar, que hacía unas horas había salido de su casa con un frasco de veneno para matarse de una vez por todas. Me enseñó el frasquito, uno como de muestra de perfume. Le pareció que no le creía y lo empezó a abrir. El frasco, como una botella de Coca-Cola, expulsó a presión la mitad del contenido.
Entonces todo el líquido cayó en sus manos. No lo vi decidido entonces, sino atemorizado, se salió del bar y entonces pude darme cuenta que llovía. Regresó rápidamente, con las manos lavadas en los charcos posibles de la calle. Su comportamiento era el de un desequilibrado mental. Entonces me di cuenta de su estado. Estaba loco.
Al terminar los vasos de cerveza. Nos encaminamos a los módulos de Nimajuyu. Me despedí sonriente. El me dio las gracias por alguna posible muestra de amistad de mi parte y quizás una leve advertencia que le diera sobre el suicidio.
La noche era húmeda. Dejaba de llover lentamente. Un árbol de jacaranda dejaba caer uno a uno sus copos morados. Me fui a casa pensando en que aún le quedaba la mitad del frasco, y que nunca me dijo que era realmente lo que contenía.
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