Abril es el mes más cruel;
engendra lilas de la tierra muerta,
mezcla memorias y anhelos,
remueve raíces perezosas con
lluvias primaverales.
T.S. Eliot.
Al entrar, sentí las paredes heladas y húmedas como si la casa se fuera hundiendo como un barco. De costado, en su cama, al fondo de la habitación, de espaldas a todos lo vi. Estaba como un bulto enrollado en sábanas. Pude sentir la estancia pesada por los últimos visitantes que esperaban que muriera en cualquier momento, puesto que el sentimiento era de resignación general.
- ¿Papá, me escucha? –le preguntó una muchacha –aquí esta su hija Carmen –dijo, y me sonrió.
Mi madre estaba sentada sin emoción, como si estuviera esperando en un consultorio. Una señora se levantó y me dio un lugar. La joven me miró con sencillez y me pareció muy agradable, porque me vio sin ningún deseo de hacerme parecer culpable. Se acerco a mí con una emoción sincera.
- Así que usted es mi hermana –me dijo.
- ¿Cuál es tu nombre? –le pregunté.
- Ana Lucía Ramírez –me dijo, y luego me preguntó –. ¿Quiere café?
- No gracias.
- ¿Agua?
- Si, agua si.
En seguida regresó con un vaso. Parecía desvelada, y su semblante pálido me dio una profunda compasión. Me preguntó sobre mi vida hasta que se quedó pensativa viendo hacía la cama.
- ¿Desde cuándo enfermó? –le pregunté.
- Bebía mucho –me respondió – y bebía para enfermarse.
Vi hacía la cama. Parecía dormir profundamente. Después de sesenta y cinco años allí estaba, a punto de morir. No se me olvidaba aquella tarde, no podía dejar de pensar en lo humillada que debió sentirse mi hermana, y lo ofendida que me había sentido yo misma, al oír sus palabras duras, afiladas e infectadas de odio. Había pasado toda mi vida tratando de olvidar aquel agravio, y también tratando de comprenderlo, tratando de perdonarlo, pero era inútil, porque algo dentro de mí ardía por levantarlo de su mismo lecho de muerte y golpearlo con el mismo calibre con el que me había maltratado. Pero ahora podía verlo derrotado. Escondido en ese colchón hundido, rendido ante los años y por las horas, que a momentos, eran para él y sólo para él, como un pesado lastre que lo empujaban en los abismos intangibles de la muerte.
Los que estaban ahí eran muchos de los amigos que habían conocido de cerca; algunos bebedores, compañeros de cantina, malos maridos. Eran gente humilde y permanecían callados con el sombrero sobre las piernas. Pero me conocían, o por lo menos habían oído de la hija ingrata que no quería llegar a despedirse de su padre. Eso era lo que ellos creían, pero la historia cierta era muy distinta, y no era yo quien debía contárselas. Por su silencio podía oír como los gatos pasaban sobre las láminas, como lentamente se me hacía perceptible el olor a metafen y creolina. Las paredes eran de adobe y se miraban los bloques desnudos a penas disimulados por los calendarios y las fotos de la familia. El mismo había excavado los cimientos, y había puesto adobe sobre abobe hasta entramar la casa por dentro y por fuera a su gusto. Tenía seis hijos, pero sólo Lucia se acercó a saludarme. Los demás miraban el suelo, pensativos, disimulando la misma incomodidad que todos sentíamos; de vez en cuando uno de los varones me miraba y trataba de ocultar el malestar que le causaba. Los varones se parecían a la madre y las mujeres tenían los rasgos del padre, aunque los modales de los varones eran sin duda, una copia fiel de nuestro progenitor. Porque también era mi padre. Mi hermana me decía “perdónelo Carmen, perdónelo, el no se va a morir si usted no le da su perdón”, y luego añadía “esta agonizando”.
Era tan reciente el dolor que yo no hubiera llegado nunca si no me hubiera conmovido Eva, su mujer, su segunda esposa. Llegó hasta mi cama y me habló con franqueza. Me dijo que uno no conoce el corazón de los demás, y sobre las penas que otros llevan; me habló que el perdón era una medicina. “El se va a morir, pero nosotros nos quedamos sufriendo”, me dijo cuando salió. Pero no me convencieron sus palabras, que a fin de cuentas eran las mismas repetidas por todos, sino el sentimiento secreto de amor que trataba de ocultar por mi papá. Y ahora, cuando la vi me pareció la misma, con sus manos tan blancas que se le marcaban las venas, y sus ojos tristes, y la misma ropa de hacía dos días.
- ¿Qué hora es? –le pregunté a Lucia, que seguía callada.
- Ya son las diez de la noche –me dijo.
Yo seguía pensando, tratando de ordenar una vida completa. Mi mamá se había vuelto a casar también. Y hasta mis hermanas, las hijas de su segundo matrimonio, me urgían que lo perdonara. ¿Cómo podía perdonarlo si ni siquiera podía verlo? Pero eso fue antes, antes que me diera cuenta que también tenía sus ojos y su pelo, y quizás su mismo corazón, puesto que mi abuela me decía que era igualita a mi tata, era igualita a él por la mirada huraña, y una rebeldía congénita que hasta mi madre detestaba. Pero me parecía irreal verlo ahí a punto de irse para siempre, aún cuando era tangible. No tenía ni un recuerdo amable. Lo había visto antes con repulsión, y ahora, ya viejo, no me parecía que aquel hombre fuera el mismo que años atrás me despreciara con tanta saña como si, verdadera y terriblemente, le hubiésemos amargado la existencia con el simple hecho de estar vivas. Pero me parecía absurdo que después de tantos años yo siguiera acumulado todo aquello como si fuera una herida emponzoñada, mientras mi hermana hasta lo amaba, aunque no le hubiera regalado ni un par de zapatos en su vida. Nada me había dado. Tan sólo un recuerdo que ahora mismo era tan intenso que me sofocaba.
- ¿Puedes enseñarme donde está el baño? –le pedí a Lucia.
Me llevó de la mano por un grupo de jaulas donde dormían gallinas y palomas. Sentí alivio al orinar. Era un baño con paredes estrechas y una puerta de madera por la que cualquiera podía abrir desde afuera, así que podía ver el cielo abierto mientras orinaba. Me quede viéndolo por más tiempo. No quería regresar. Mi mente estaba confusa, no podía pensar claramente y experimentaba una opresión en el pecho, y me faltaba el aire. Salí del baño y me quedé un rato respirando el aire tibio de la noche de abril. Miré mis zapatos negros, las calcetas blancas, el vestido azul de paletones y la blusa de niña que detestaba, pero que a mi madre le parecía adecuada.
- Tienen bastantes animales –dije al sentir el silencio.
- Mi papá y sus ideas, un día le dio por construir una jaula para gallinas, no sé de donde sacó unas palomas, y se le ocurrió construirles una jaula, ahora son muchas más, la otra noche vino con unos patos y así se mantiene, trae animales y era el único que los mataba y se los comía sin corazón, yo me encariñaba con ellos.
- ¿Oí que tiene un gallo?
- Si, pero hace tiempo que empezó a botar las plumas y se ve que esta malo.
- La bisabuela tenía un loro que se desplumo cuando ella murió… como si hiciera luto –le respondí.
Oímos unos pasos.
- Carmencita, su mamá ya se va –dijo Eva.
- Yo quisiera quedarme, si ustedes me lo permiten –pregunté.
- Hablaremos con su mamá –respondió Eva.
Mamá no dijo nada, se adelantó al automóvil y me dejó atrás. Uno de los hermanos de Lucia me saludó y se despidió a la vez, lo mismo hicieron los demás.
- ¿Están cansados? –le pregunté.
- Talvez, yo no me he entendido nunca con ellos, de mi mamá es la única que últimamente me he preocupado, me parece que si papá se muere ella se va a morir también.
- Estuve a punto de no venir, pero tu mamá me convenció –le dije sintiendo amargo el paladar.
- Mis hermanos se acuerdan de ti pero ahora están afectados por la pena –dijo ella como disculpándolos –nos recordamos muy bien de todos.
- La sangre es la sangre, verdad.
- Eso es cierto, mírate tú, ayer no querías saber nada de nadie y hoy hasta te has quedado –dijo ella.
- Para mi vale la sinceridad porque los golpes de la vida llegan por la mentira.
- Hay cosas que no decimos nunca, y quizás con un poco de valor uno llega a contar un poquito de lo que tiene guardado –dijo, con los ojos húmedos.
- Si nos oyera hablar mi madre diría que estamos delirando –dije.
- Quitándole el trabajo a Dios para dárselo al diablo –dijo lucia, riéndose pese a las lágrimas.
Pude oír sus palabras sinceras. Pero ahora, en el silencio de la media noche me sobrecogió la conciencia. ¿Perdonarlo? Pero si él era el culpable, no yo. ¿Debía pelear contra mis rencores y arrancarlos de raíz, y dónde dejaba todo el tiempo de dolor, el hambre y el desprecio? Me quede viendo el bulto envuelto en las sábanas y no pude sentir compasión. Parecía que estábamos velando un cadáver porque el hombre ya no se movía, y ni siquiera parecía respirar. Lo observé en cuanto nos quedamos calladas las dos, y de pronto no oí más que dos respiraciones, precisas y flotantes, y la preeminencia de algo quieto, pesado, como un objeto material.
- Anoche estuvo hablando solo, murmurando, ninguno pudimos entender lo que decía –dijo de pronto.
- Quiero hablarle, decirle que estoy aquí y decirle que lo perdono –dije como si presintiera un final.
- Si es de corazón debes hacerlo –me dijo ella.
Entonces tuve el valor de pedirle que saliera. Me dio un apretón de manos y salió diciéndome que me iba a buscar un suéter.
Imaginé que Eva estaría limpiando la cocina, haciendo tiempo para entrar a relevarnos. Pensé en acercarme, y tocarlo del hombro, sentiría la sábana fría, más helada que mi mano, me acercaría sin rencores y le daría un beso en la frente, y entonces sentiría su piel tensa, tan fría que me haría verlo detenidamente en su lecho, y sentiría inevitablemente el deseo de cubrirlo muy bien, le diría papá, padre, aquí estoy, soy su hija Carmen, lo perdono, luego repetiría lo mismo con más fuerza queriendo despertarlo y tratando de convencerme, lo movería del hombro, le daría la vuelta y lo vería pálido, inexpresivo, acercaría mi mano a su nariz y no sentiría su aliento, me acercaría a su pecho y no oiría su corazón, retrocedería y lo vería de lejos, quieto y frío como las mismas paredes de esa habitación, diría entonces en voz alta que no, que no podría perdonarlo aunque ya estuviera muerto, entonces me conmocionaría el cantar de un gallo como si fuera amaneciendo o como si estuviese negando de nuevo a Cristo, y me alejaría de pronto al sentirme un poco culpable, un poco cómplice de algo oscuro, indescifrable, y finalmente saldría un grito de algún lado, un llanto, y un abrazo de alguien.
Lucia entró y se tiró sobre él sacudiendo la cama con su llanto. Tardó un momento para que me diera cuenta que Lucia se había quedado a espiarme por una abertura en la puerta. Tras ella, entró Eva, que me abrazó, inconsolable.
- ¡Se murió…, se murió el señor! –le dije, sintiendo el vacío de la media noche, como si el barco se terminara de hundir en la mar de un instante.
- Murió al oír tu voz, cuando llegaste –me dijo con cariño.
-- ¿Papá, me escucha? –le preguntó una muchacha –aquí esta su hija Carmen –dijo, y me sonrió.
Mi madre estaba sentada sin emoción, como si estuviera esperando en un consultorio. Una señora se levantó y me dio un lugar. La joven me miró con sencillez y me pareció muy agradable, porque me vio sin ningún deseo de hacerme parecer culpable. Se acerco a mí con una emoción sincera.
- Así que usted es mi hermana –me dijo.
- ¿Cuál es tu nombre? –le pregunté.
- Ana Lucía Ramírez –me dijo, y luego me preguntó –. ¿Quiere café?
- No gracias.
- ¿Agua?
- Si, agua si.
En seguida regresó con un vaso. Parecía desvelada, y su semblante pálido me dio una profunda compasión. Me preguntó sobre mi vida hasta que se quedó pensativa viendo hacía la cama.
- ¿Desde cuándo enfermó? –le pregunté.
- Bebía mucho –me respondió – y bebía para enfermarse.
Vi hacía la cama. Parecía dormir profundamente. Después de sesenta y cinco años allí estaba, a punto de morir. No se me olvidaba aquella tarde, no podía dejar de pensar en lo humillada que debió sentirse mi hermana, y lo ofendida que me había sentido yo misma, al oír sus palabras duras, afiladas e infectadas de odio. Había pasado toda mi vida tratando de olvidar aquel agravio, y también tratando de comprenderlo, tratando de perdonarlo, pero era inútil, porque algo dentro de mí ardía por levantarlo de su mismo lecho de muerte y golpearlo con el mismo calibre con el que me había maltratado. Pero ahora podía verlo derrotado. Escondido en ese colchón hundido, rendido ante los años y por las horas, que a momentos, eran para él y sólo para él, como un pesado lastre que lo empujaban en los abismos intangibles de la muerte.
Los que estaban ahí eran muchos de los amigos que habían conocido de cerca; algunos bebedores, compañeros de cantina, malos maridos. Eran gente humilde y permanecían callados con el sombrero sobre las piernas. Pero me conocían, o por lo menos habían oído de la hija ingrata que no quería llegar a despedirse de su padre. Eso era lo que ellos creían, pero la historia cierta era muy distinta, y no era yo quien debía contárselas. Por su silencio podía oír como los gatos pasaban sobre las láminas, como lentamente se me hacía perceptible el olor a metafen y creolina. Las paredes eran de adobe y se miraban los bloques desnudos a penas disimulados por los calendarios y las fotos de la familia. El mismo había excavado los cimientos, y había puesto adobe sobre abobe hasta entramar la casa por dentro y por fuera a su gusto. Tenía seis hijos, pero sólo Lucia se acercó a saludarme. Los demás miraban el suelo, pensativos, disimulando la misma incomodidad que todos sentíamos; de vez en cuando uno de los varones me miraba y trataba de ocultar el malestar que le causaba. Los varones se parecían a la madre y las mujeres tenían los rasgos del padre, aunque los modales de los varones eran sin duda, una copia fiel de nuestro progenitor. Porque también era mi padre. Mi hermana me decía “perdónelo Carmen, perdónelo, el no se va a morir si usted no le da su perdón”, y luego añadía “esta agonizando”.
Era tan reciente el dolor que yo no hubiera llegado nunca si no me hubiera conmovido Eva, su mujer, su segunda esposa. Llegó hasta mi cama y me habló con franqueza. Me dijo que uno no conoce el corazón de los demás, y sobre las penas que otros llevan; me habló que el perdón era una medicina. “El se va a morir, pero nosotros nos quedamos sufriendo”, me dijo cuando salió. Pero no me convencieron sus palabras, que a fin de cuentas eran las mismas repetidas por todos, sino el sentimiento secreto de amor que trataba de ocultar por mi papá. Y ahora, cuando la vi me pareció la misma, con sus manos tan blancas que se le marcaban las venas, y sus ojos tristes, y la misma ropa de hacía dos días.
- ¿Qué hora es? –le pregunté a Lucia, que seguía callada.
- Ya son las diez de la noche –me dijo.
Yo seguía pensando, tratando de ordenar una vida completa. Mi mamá se había vuelto a casar también. Y hasta mis hermanas, las hijas de su segundo matrimonio, me urgían que lo perdonara. ¿Cómo podía perdonarlo si ni siquiera podía verlo? Pero eso fue antes, antes que me diera cuenta que también tenía sus ojos y su pelo, y quizás su mismo corazón, puesto que mi abuela me decía que era igualita a mi tata, era igualita a él por la mirada huraña, y una rebeldía congénita que hasta mi madre detestaba. Pero me parecía irreal verlo ahí a punto de irse para siempre, aún cuando era tangible. No tenía ni un recuerdo amable. Lo había visto antes con repulsión, y ahora, ya viejo, no me parecía que aquel hombre fuera el mismo que años atrás me despreciara con tanta saña como si, verdadera y terriblemente, le hubiésemos amargado la existencia con el simple hecho de estar vivas. Pero me parecía absurdo que después de tantos años yo siguiera acumulado todo aquello como si fuera una herida emponzoñada, mientras mi hermana hasta lo amaba, aunque no le hubiera regalado ni un par de zapatos en su vida. Nada me había dado. Tan sólo un recuerdo que ahora mismo era tan intenso que me sofocaba.
- ¿Puedes enseñarme donde está el baño? –le pedí a Lucia.
Me llevó de la mano por un grupo de jaulas donde dormían gallinas y palomas. Sentí alivio al orinar. Era un baño con paredes estrechas y una puerta de madera por la que cualquiera podía abrir desde afuera, así que podía ver el cielo abierto mientras orinaba. Me quede viéndolo por más tiempo. No quería regresar. Mi mente estaba confusa, no podía pensar claramente y experimentaba una opresión en el pecho, y me faltaba el aire. Salí del baño y me quedé un rato respirando el aire tibio de la noche de abril. Miré mis zapatos negros, las calcetas blancas, el vestido azul de paletones y la blusa de niña que detestaba, pero que a mi madre le parecía adecuada.
- Tienen bastantes animales –dije al sentir el silencio.
- Mi papá y sus ideas, un día le dio por construir una jaula para gallinas, no sé de donde sacó unas palomas, y se le ocurrió construirles una jaula, ahora son muchas más, la otra noche vino con unos patos y así se mantiene, trae animales y era el único que los mataba y se los comía sin corazón, yo me encariñaba con ellos.
- ¿Oí que tiene un gallo?
- Si, pero hace tiempo que empezó a botar las plumas y se ve que esta malo.
- La bisabuela tenía un loro que se desplumo cuando ella murió… como si hiciera luto –le respondí.
Oímos unos pasos.
- Carmencita, su mamá ya se va –dijo Eva.
- Yo quisiera quedarme, si ustedes me lo permiten –pregunté.
- Hablaremos con su mamá –respondió Eva.
Mamá no dijo nada, se adelantó al automóvil y me dejó atrás. Uno de los hermanos de Lucia me saludó y se despidió a la vez, lo mismo hicieron los demás.
- ¿Están cansados? –le pregunté.
- Talvez, yo no me he entendido nunca con ellos, de mi mamá es la única que últimamente me he preocupado, me parece que si papá se muere ella se va a morir también.
- Estuve a punto de no venir, pero tu mamá me convenció –le dije sintiendo amargo el paladar.
- Mis hermanos se acuerdan de ti pero ahora están afectados por la pena –dijo ella como disculpándolos –nos recordamos muy bien de todos.
- La sangre es la sangre, verdad.
- Eso es cierto, mírate tú, ayer no querías saber nada de nadie y hoy hasta te has quedado –dijo ella.
- Para mi vale la sinceridad porque los golpes de la vida llegan por la mentira.
- Hay cosas que no decimos nunca, y quizás con un poco de valor uno llega a contar un poquito de lo que tiene guardado –dijo, con los ojos húmedos.
- Si nos oyera hablar mi madre diría que estamos delirando –dije.
- Quitándole el trabajo a Dios para dárselo al diablo –dijo lucia, riéndose pese a las lágrimas.
Pude oír sus palabras sinceras. Pero ahora, en el silencio de la media noche me sobrecogió la conciencia. ¿Perdonarlo? Pero si él era el culpable, no yo. ¿Debía pelear contra mis rencores y arrancarlos de raíz, y dónde dejaba todo el tiempo de dolor, el hambre y el desprecio? Me quede viendo el bulto envuelto en las sábanas y no pude sentir compasión. Parecía que estábamos velando un cadáver porque el hombre ya no se movía, y ni siquiera parecía respirar. Lo observé en cuanto nos quedamos calladas las dos, y de pronto no oí más que dos respiraciones, precisas y flotantes, y la preeminencia de algo quieto, pesado, como un objeto material.
- Anoche estuvo hablando solo, murmurando, ninguno pudimos entender lo que decía –dijo de pronto.
- Quiero hablarle, decirle que estoy aquí y decirle que lo perdono –dije como si presintiera un final.
- Si es de corazón debes hacerlo –me dijo ella.
Entonces tuve el valor de pedirle que saliera. Me dio un apretón de manos y salió diciéndome que me iba a buscar un suéter.
Imaginé que Eva estaría limpiando la cocina, haciendo tiempo para entrar a relevarnos. Pensé en acercarme, y tocarlo del hombro, sentiría la sábana fría, más helada que mi mano, me acercaría sin rencores y le daría un beso en la frente, y entonces sentiría su piel tensa, tan fría que me haría verlo detenidamente en su lecho, y sentiría inevitablemente el deseo de cubrirlo muy bien, le diría papá, padre, aquí estoy, soy su hija Carmen, lo perdono, luego repetiría lo mismo con más fuerza queriendo despertarlo y tratando de convencerme, lo movería del hombro, le daría la vuelta y lo vería pálido, inexpresivo, acercaría mi mano a su nariz y no sentiría su aliento, me acercaría a su pecho y no oiría su corazón, retrocedería y lo vería de lejos, quieto y frío como las mismas paredes de esa habitación, diría entonces en voz alta que no, que no podría perdonarlo aunque ya estuviera muerto, entonces me conmocionaría el cantar de un gallo como si fuera amaneciendo o como si estuviese negando de nuevo a Cristo, y me alejaría de pronto al sentirme un poco culpable, un poco cómplice de algo oscuro, indescifrable, y finalmente saldría un grito de algún lado, un llanto, y un abrazo de alguien.
Lucia entró y se tiró sobre él sacudiendo la cama con su llanto. Tardó un momento para que me diera cuenta que Lucia se había quedado a espiarme por una abertura en la puerta. Tras ella, entró Eva, que me abrazó, inconsolable.
- ¡Se murió…, se murió el señor! –le dije, sintiendo el vacío de la media noche, como si el barco se terminara de hundir en la mar de un instante.
- Murió al oír tu voz, cuando llegaste –me dijo con cariño.
(2003)