Admito que, como humano, estoy sujeto a ciertas perturbaciones, una de ellas era contra las ferias. Tuve de seguro una mala experiencia, un trauma infantil, un recuerdo tan desagradable del gentío enloquecedor y lo áspero que fue morder una manzana con caramelo y, lo difícil que fue terminarla ante la mirada iracunda de mi madre. Además de ser una manzana verde, ácida, fastidiosa para mi gusto.
Jamás se me hubiera ocurrido llevar a una novia a una feria, mucho menos caer rendido ante el cliché del chavo que apunta y dispara al blanco para ganarse el peluche prometido, mientras unos títeres quebradizos vestidos de Kiss bailan al son de una ranchera.
Pero todo esto cambio cuando conocía a Juliana, fue ella la que se encantaba con las luces de la feria, los carros locos y el ruido del mundo a media calle. Me sedujo entonces ver redimida mi pesadilla cuando tornaba los ojos hasta el cielo con los rudimentos de la Rueda de Chicago, y me convenció retándome a que me subiera, ante todo mi terror al examinar a conciencia los engranajes pastosos, las tuercas oxidadas, malos amarres, conexiones de marioneta, rieles falsos y seguros de juguete, en aquella rueda que estaba yo tan seguro se desarmaría toda en cualquier momento y, mi joven humanidad terminaría manchando el asfalto de una explosión monocroma a lo Pollock. Pero desgraciadamente sobreviví.
Fuimos muchas veces a la Feria del Cerrito, que era muy íntima y familiar y, tantas veces igual a la Feria de Jocotenango que me parecía enorme y repetitiva, pero alegre y más diversa porque convocaba allí a toda la ciudad.
Terminé tolerando las ferias, las redimí, incluso alguna noche disfruté de los churros y los juegos de lotería, caí en el cliché del chavo con el rifle, la sonrisa cándida de la chica replicando un programa; me intoxiqué con cerveza y Tacos al Pastor, dejé de ponerle excusas y peros a la pizza tiesa y a los algodones volátiles de azúcar, todo por la revelación franca de que a ella le hacía feliz recordar en estas ferias, la de su pueblo de la costa sur, esa pequeña en Iztapa a cuarenta y cinco grados a la sombra, donde todo el puerto subía a jugar a ser niño junto con hijos y abuelos, viejos sin camisa que tomaban cervezas cuajadas de hielo, masticando trozos de coco tibio. Todo esto bajo una luz tenue de bombilla y neón que a todos ellos les parecía la modernidad de la capital.
Dos espejos encontrados reflejando algo que solo una feria recrea, conectando a todas las guatemalas habidas con esa Guatemala de antes, que solo allí en Jocotenango recuperaba su simpleza extática de pueblo colonial.
Esta vez la feria es invisible en la avenida. Yo debiera estar tranquilo, pero no me deja dormir el hecho preciso de que ya la extraño.
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