Cualquier historia que se cuente se dirá que solo puede uno
contarla parcialmente. Se necesitarían cientos de ojos para narrar la vida de
un solo ser humano. Dicha esta advertencia, no me convencen algunas novelas
clásicas, creo más en las historias por contar, y que como siempre son de gente
alrededor. Esta es solo una mirada superficial al viejo Jacobo.
Cuando lo conocí yo todavía bebía casi a diario, y más justo
sería decir que solo me mantenía sobrio un día a la semana. Él era un señor ya canoso y de porte
sencillo, que vivía de vender heladitos artesanales de diferentes sabores, que
preparaba junto con su mujer (una señora mucho más joven a la par de él, quizá
unos treinta y cinco años menos). Al viejo Jacob se le miraba lo buena gente
que era, siempre nos regaló topogigios a mí y a mi compañera, pero lo cierto
era que también tenía una debilidad: un gusto incorregible por la cerveza
barata de los restaurantes chinos. Eso, me dice él mismo, fue lo que orilló a
la mujer a tomar a sus hijos una mañana y largarse lejos sin decirle a donde
iba.
Él se quedó solo. A todos nos dijo que su mujer se había ido de
vacaciones, hasta tres semanas después que me confesó que la corona de su vida
se había ido de una vez por todas, luego de advertirle antes de un año que
dejara de llegar todos los días a las dos de la mañana.
Vendió la refrigeradora cuando se dio por vencido que estaba en
la ruina moral y que iba a serle difícil hacerla volver. Mi compañera lamentó
que ya no íbamos a tener helados de coco a las diez de la noche. Yo recordé
cuando probé aquellos helados, que tenían toda la gracia de los años ochenta y
el raro gusto de poder estar sobreviviendo un nuevo siglo. Era cierto, los
hacían entre los dos y cuando ella se fue, a él se le cayó el mundo. Lo
cambiaron de cuarto a uno más pequeño. Le perdonaron dos meses de renta y de
llegadas tarde. Me cuenta a veces que recibe mensajes de su mujer que quiere
llegar a verlo, pero él tiene miedo que lo vea sin pisto. Allí, amontonados en
su cuarto tiene todas las cosas que dejaron los niños. Puedo ver un zapatito
perdido por allá.
Conserva el buena humor de sus veinte años, aunque libra una
lucha diaria contra la mala soledad de viejo, que apacigua con amigos
intermitentes en las mesas de los restaurantes chinos (que ya lo tienen chino,
dice él), pero no puede dejar, ni por un solo día, de saborear el lujo de la
cebada y lúpulo, es decir, lo amargo.
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