Una vez apareció un fantasma que borraba la realidad o al
menos eso publicaron los periódicos. Otros,
los más imaginarios, contaron que al aparecer, el fantasma volvía todo blanco,
y de ahí la seguridad de muchos de pensar que en realidad deshacía el entorno.
No hay más que verlo para empezar a sentir el cosquilleo adormecedor con que se
le va a uno borrando el cielo, el tiempo o el mismo rostro con una inocencia in albis, describió una periodista con
mucho coraje que no dejaba de leer un libro de Doris Lessing.
En seguida
aparecieron por todo el mundo parches blancos que se descubrían desde el
telescopio espacial Hubble. Algunos, unos pocos esperanzados, proclamaron la
paz mientras la blancura iba cubriéndolo todo. Tanto así, que de todos, uno vio
como se borraban las guerras, los museos, los zoológicos, los países enteros
ante una horda de fantasmas que penetraban en la materia y la pulverizaban en
desvanecimientos tan rotundos, como explosiones de talco o avalanchas de nieve.
Pero no era nieve simplemente, sino
era una nueva epidemia silenciosa, inexplicable y hasta inofensiva, que era
resuelta por científicos al igual que por burdos esquizofrénicos alucinados.
Así fue el
fin del Mundo. Un silencioso desaparecer, borrarse como si fuera al fin un
lienzo en blanco. El Apocalipsis, en algún lugar del universo, que se perdió de
vista en un punto en blanco.
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