Empezar
una historia cualquiera, así sea la más sencilla siempre es complicado. Lo he
leído de muchos escritores, que esa primera frase es la que puede influir en el
lector, de tal manera, que lo deje atrapado en la más emocionante y eterna de
las lecturas. Es más, ese primer renglón es tan importante que de ese instante
se renuncie a la lectura con el peor de los juicios, o se gane un nuevo lector.
Y un lector en nuestros días es tan necesario como un buen escritor. Esas son
las dos caras del espejo, un lector con tal iniciativa que termine escribiendo
lo que siempre quiso leer y de ahí que terminemos con un texto cóncavo. O un
escritor con tan buena suerte que logre intuir un público y escribir para ese
público sin consensos. Eso fue lo que pasó en esta historia que no termino.
Resumen del Lector: Un diamante entre los chayes no vale nada; caso contrario, un chaye entre diamantes puede ser que se
confunda y resulte siendo la corola de un anillo. Hasta que años más tarde un
escritor súper-esperanzado lo lleve al Monte de Piedad en algún lugar de México
y el sabio detrás del mostrador, le diga que no es un diamante sino un vidrio
cualquiera.
Resumen del Escritor: Pocos libros se me han
vuelto espejos. Después de leer me siento escritor. Es eso, la historia del
escritor que lee, del lector que escribe, del otro, ese, mi semejante, que
relee la historia de todos.
Nosotros,
somos los hijos del desamparo. Niños sigilosos sin casa ni nada, sin nombre
original siquiera. Llenos de apellidos tan retorcidos que parecemos idénticos
al vernos por la calle. Nuestros padres, esos personajes que una vez se vieron
y se gustaron, se amaron o se odiaron por alguna razón tan simple como
romántica, ahora se nos han vuelto cristianos, budistas, o agnósticos,
desesperados por olvidar su pasado. Lo niegan y al negarlo, terminan poniendo
en movimiento una maquinaría de sucesos en nosotros. Nosotros, esos niños desamparados
al televisor de la abuela materna, metidos en los desvanes, nosotros los que
nos abandonábamos además a la lectura frenética de libros de locos que nos
arroparon el alma, para escapar de esa realidad tan huérfana. Eso somos, somos
esos niños malcriados que lo preguntábamos todo y nada nos respondían, hoy por
hoy, seguimos preguntando y a veces lo que logramos es la ira de nuestras
madres evangélicas que ya no se acuerdan de nada hablándonos de sus dolores del
cuerpo.
Seguimos siendo entonces la catapulta al
pasado, nosotros los que escribimos nuestro presente, esa revolución del ahora. Unos queriendo olvidarlo todo y otros queriendo mantener vivo el
momento del nacimiento de su historia.
Dos fuerzas que se anulan, que no van ni para atrás ni para adelante. Los padres
que niegan todo, unos hijos que por respeto callaran a solas los irrespetos del
pasado; los otros, los irreverentes que escribirán con libertad lo que ven y
sienten para que los futuros padres he hijos ya no vean por el espejo cóncavo,
sino por una ventana amplia, la línea del horizonte de una nueva madrugada.
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