No se debería hablar de que el corazón está en el pecho, sino al fondo de la mente. Esto lo digo por el recuerdo de aquella conversación sobre mis poemas más fogosos y que llevaban una clave subversiva contra el odio. Es mejor quemarse que seguir imaginando la llama.
Desde niño me gusto el fuego. Era natural que un chico de seis años empezara a jugar con él, con una ascendencia Dragón en el calendario oriental y una descendencia Kan en el calendario Maya. Anotando de que en uno era de elemento fuego y en el otro, serpiente emplumada.
Una tarde, si no se dan cuenta, podría haber quemado la casa. Digo que era natural porque mi relación con el fuego empezó desde antes de nacer, desde antes de mi propio ser, el fuego fue el que se abrió camino a través de mi padre y mi madre; fue el fuego el que guió el esperma y fundió las células, fue el fuego el que me hizo en una sola llama doble.
Ahora que recuerdo esos poemas tan intensos y sé que pronto verán la luz de más ojos. Creo que sigo respirando y avivándole conforme todo se disipa o cambia. Somos llamas, somos pequeñas fogatas andantes, algún día abriremos los ojos y recuperaremos la oscura presencia, el recuerdo primero de una oscuridad perpetua.
Mientras tanto, ardemos juntos.
Léster Giovanni Oliveros/cielo pixel.
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