Me cuenta un camionero, que en uno de sus viajes quiso darse la gran vida en Mazatenango. Llegó a uno de los bares de esas calles y eligió entrar al mejor antro. Se dio el lujo de hablar con el dueño y le dijo “quiero un lugar privado para mí, cueste lo que cueste”. Se lo dieron y luego dijo “quiero la botella de tequila más cara que tengan, la más fina”. Se la llevaron. Y luego dijo “tráiganme tres de sus más lindas patojas, las más hermosas, no se preocupen que puedo pagarlo todo”. Se las llevaron. Ahí estaban ellas pidiéndole gustos que les pedían a todos sus clientes, cervezas, cigarritos caros. El se recuerda, que sólo pudo verlas por unos momentos y fue feliz, antes de tomarse el primer trago de tequila. Por la mañana recordó todo esto, tirado, miado y cagado, sobre la banqueta, recostado sobre el portón de otro bar, y en otra calle, sin un centavo.
Siempre que lo cuenta no para de reír.
Siempre que lo cuenta no para de reír.
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