domingo, 4 de diciembre de 2022

Acontecimiento prodigioso en Xela.

La vaca pastaba tranquilamente amarrada a un árbolito, de tanto en tanto nos miraba como nos tirábamos dando vueltas-de-gato en esas hondonadas de una grama fina. Llamamos a todos, pedimos a gritos un vaso de leche pero no había nadie encargado. Así que se me ocurrió ordeñarla. Al principio la vaca intentó cornearme. Buscaba a alguien conocido con sus grandes ojos negros como tumbas. Hasta que cedió, cuando entendí que solo tenía que rozar sus ubres con las yemas de los dedos, para que nos permitiera exprimirlas sin que se alterara. Acariciarlas con cariño y así logramos un vaso de leche tibia que nos sirvió de mezclador. La Quetzalteca es necesaria a esas alturas y nos tomamos los suficientes para que ella se subiera a un bus en busca del hospedaje y yo me quedara caminando con rumbo a Salcajá. Según mis cálculos alcohólicos iba a llegar caminando, pero no. Calculo que a las once de la noche el helado viento me corrigió los cálculos, pero ya no había solución fácil. Busqué refugió y como buen scout sabía que enrollándome en un nylon podía calentar mi cuerpo, pero no fue así a estas alturas, ya que el vapor se helaba tan rápido que estaba exponiéndome a sufrir demasiado hasta la hipotermia. Me puse tan mal, que debí delirar, ya que oí que una voz me dijo, desde dentro de mí que buscara una puerta. Allí estaba la puerta, que yo creí que era de un sanitario, pero no. Era la puerta de una casa. Todo fue muy extraño, ahora que lo escribo no lo puedo creer. Entré y vi una sala de una casa de clase media, es decir, allí sobre la mesa estaban las llaves de un auto, los sofás como nuevos, la televisión plasma, e increíblemente, sobre un mueble estaba esa botella verde de Buchanan´s de Luxe a la mitad. Dudé de todo, de entrar y sentarme, de saludar, de tomar un trago, pero en el ambiente había esa certeza de que si había alguien allí quería descansar sin ser molestado. Y sí, me senté en el sofá y a boca de jarro me tome dos tragos de aquel whisky. Me calentó el estómago. Me sentí mejor por un momento aunque no me calentaba el cuerpo entero y mis pies ya estaban congelados. No sé, pero puedo asegurar que esa misma voz que me habló afuera, la oí de nuevo muy quedo diciéndome que subiera las gradas y que buscara un cuarto. Y eso hice. Pero les puedo asegurar que era tal mi angustia por el frio aquel de Quetzaltenango, que subí sin pensarlo dos veces, a pesar de que en otras circunstancias ni siquiera hubiera podido entrar sin el permiso del dueño. Allí, al abrir la puerta, había una cama, un poncho afelpado, y todo estaba a media luz. Me descalce, y me enrollé como animalito mojado y me dormí profundamente, ni siquiera me incomodó, lo que ahora puedo imaginar cómo eventos posibles, todos lógicos, de que el dueño fuera a ese cuarto y encontrara a un desconocido, y naturalmente lo confundiera con un ladrón. El miedo que hubiera sufrido si hubiera sido una mujer. Y evidentemente yo no hubiera podido justificar muy fácil mi abuso. Pensé después, y hoy, mucho después, en todas esas posibilidades, y me asustan. Pero no hubo nadie, ni siquiera al otro día, que salí muy quedo, pensando en que decirle al que fuera el propietario de aquella casa. Estaba todo igual, vacío, y logre ver sobre una silla una gran bolsa llena de cajas de celulares nuevos. No toque nada. Estaba tan agradecido, quizá con Dios, a falta de seres humanos.

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