miércoles, 22 de mayo de 2019

Sobre el arte de incomodar



Últimamente he pasado la mayor parte del tiempo aprendiendo matemática. Ya sé, no soy un riguroso estudiante de los números, pero algunas ecuaciones que han rodeado mi vida, recurrentemente, en sueños y en visiones, se parecen mucho a las organizadas letras y números revelados por Einstein, Yang-Baxter o Dirac.  
Con solo asomarse, a la ventana virtual de la matemática, nos enteramos con cierto abatimiento, que nuestros profesores no nos enseñaron nada práctico. En los años de la primera escuela, recuerdo que hacía las tareas solo para ganar el punteo necesario para el examen, la matemática en particular, me parecía densa, no tenía ni idea para que pudiera servirme en la vida. Fue, hasta quince años después, que leyera el libro de Malba Tahan (que era de origen brasileño, no árabe, con nos hizo creer), que entendí que los números quebrados surgían del simple corte de un queso, o la repartición de un pastel de cumpleaños. Julio César de Mello y Souza, fue su verdadero nombre, y nunca conoció el desierto del Medio Oriente, pero describió, para mí, la sencillez con que hubiera querido que me enseñaran las ciencias exactas.
Se vería ridículo que los padres de ahora intentaran acercar a sus hijos a la matemática cuando van al mercado por las compras, o comiencen la cena preguntado por las tablas de multiplicar, o las medidas de capacidad o volumen. Casi un martirio para los nuevos niños acostumbrados a las calculadoras y el IPhone.  Pero hubo un tiempo en el que los pequeños iban a la escuela con una pizarra y debían memorizar toda una explicación en poco tiempo, ya que la siguiente clase requería que la pizarra estuviera limpia para escribir nuevamente. Mi abuela materna me lo contó, y podía ver que ese sacrificio le hizo eficiente para hacer cuentas en aire, y resolver cualquier problema numérico sin problemas, con solo haber estudiado hasta tercero primaria.  
Pero, qué hay de las inescrutables ecuaciones de triángulos, letras y signos. En qué momento se adelantaron tanto los cálculos, hasta hacer incomprensibles signos de letras griegas y números repetidos. Qué hay de esas escenas del genio que termina escribiendo en el vidrio de la ventana, de su cuarto de universidad. Se puede creer en la exactitud de una pizarra llena de garabatos. Aclarar de cómo Einstein resolvió uno de los grandes misterios de la física, eventos que para nosotros pasan desapercibidos, como la densidad de la materia con relación al tiempo. Cómo se puede escribir una simple onda variante de una piedra tirada al rio.
Tan poético todo, como los algoritmos de facebook para vendernos algo, con información de nuestros gustos; incluso a qué amigos visitamos con mayor frecuencia y desvanecer los post de los demás.

No les parece que eso también es poesía.  

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