Desde que la conocí sabía que sería muy breve. Ella estaba de vacaciones, y al mismo tiempo, trabajando de voluntaria para una organización que se sostenía con donativos de gente de todo el mundo, aunque principalmente de Norte América. Yo trabajaba por un sueldo simbólico y aprendía mucho sobre la gente que trabajaba de una forma lamentable en el basurero municipal de la ciudad. Aprendí mucho de los niños de esa área y mucho más del coraje de las madres solteras y las adolescentes con ilusiones.
En éste lugar agradable tuve el trabajo más idílico y lúdico que jamás imaginé: contar cuentos. Atendía una biblioteca donde organizaba cientos de historias para niños y donde encontré unos relatos alucinantes que luego leíamos y comentábamos. Me sorprendió que a la mayoría le gustara estar en la biblioteca y eran los maestros, para mi sorpresa, a los que no les gustaba la lectura y muchas veces lograban que llevar a sus alumnos a leer fuera el acto más inútil del día. Aún así organizaba lecturas en público y lamenté algunos comentarios fuertes de algunos compañeros.
Una tarde llegó a la biblioteca esta muchacha norteamericana con su saludable sonrisa y sus ojos de niña traviesa y me regaló una pulsera artesanal. Iba con una niña del proyecto y se rieron como cómplices sin decirme nada más. A mi me pareció una de esas extranjeras alocadas que pasan por el mundo coleccionando souvenirs, aunque luego pensé que debía tener los ojos más dulces que había visto en la vida, y que no era un brillo para dudar, sino para confiar en el mañana. Así que al otro día, pese a mi timidez, la saludé y le mostré la pulsera como si fuera un pacto de fraternidad. Me sonrió, y pude ver su desordenado cabello rizado brillando como una corona áurea como la de los Cupidos de alguna pintura del renacimiento. Trabajamos con los niños y servimos comidas a las madres y en un receso terminamos uno a la par del otro. Lo primero que le pregunté fue su nombre, hice una broma con su apellido por algunas declaraciones de Michael Moore; luego, al final, llegó corriendo hasta donde estaba y me dijo en su español atípico, que si podía llegar a Antigua para una fiesta.
El día convenido me dijo que su madre iba estar con ella en la fuente del parque. A mi me pareció extraño que una norteamericana invitara a sus padres a la fiesta, pues ninguna amiga anterior lo había siquiera considerado. Ella estaba frente a esa monumental fuente de piedra con sirenas sosteniéndose los pechos, por donde saltaba, de cada pezón, un chorro de agua. Al verme sonrió aliviada. Me presentó a su madre y a sus amigas y no me sentí tan incomodo como me imaginé y enseguida fuimos a Deja-Vu, Café de una amiga, en donde, para mi buena fortuna, planeaba una exposición de algunas acuarelas que pintaba en la biblioteca en los ratos libres. Tomamos agua mineral y la señora se centro en temas políticos y yo le respondía sin desconfianza lo más honesto que podía. Con mi malísimo ingles trataba de ordenar frases cortas. Ellos eran considerados y parecían entenderme, lo mismo que yo hacía con su español, así que nos considerábamos mutuamente. Ida estaba muy feliz. Me contó que estaba dudando que yo llegara, porque un año antes había invitado a otro amigo y no había llegado. Yo no estaba muy seguro de lo que estaba haciendo y pensé en seguida que tendría que ser amable hasta la media noche, porque no sabía como preguntarle a Ida si su madre nos iba acompañar a algo más que al agua mineral.
Les enseñé mis acuarelas y quedaron muy impresionados. Realmente les gustaban los colores, pero no sé hasta que punto me lo merecía, para mi eran experimentos fáciles con temas infantiles. Para esa fecha tenía una invitación a presentarlas, nada menos que en la Embajada de Estados Unidos, por medio de Elisa Bonfoid, una elegante mujer que también había elogiado mis pinturas hasta compararlas con las de Pablo Picasso. Para ser honesto eran replicas automáticas de los tonos de algunos cuadros del gran pintor, que además admiraba, y sobre todo, no quería ofender con colgarme yo mismo un titulo que no merecía. Era entonces un complot de visitantes y extranjeros fascinados. Yo nada más me quedaba callado, viendo con curiosidad a estos norteamericanos que tenían el dinero para estar en los Champs Elysees en Paris, y por lo tanto no les importaba estar escondidos en una ciudad a punto de derrumbarse.
Mi ansiedad cesó cuando Ida me dijo que iba a dejar a su mamá a un Tuc-Tuc. Caminamos con Becka y Robyn (que por cierto era un nombre de mujer), y llegamos a la Sin Ventura. Me di cuenta en seguida que necesitaba una cerveza. Vi a Becka y me asombró la perfección cinematográfica de sus facciones, era de esas jóvenes que uno ve en cualquier película norteamericana. Era bella. Me enteré que la amiga, había sido su maestra en el último grado de la High School, y no era para nada atractiva, sino un tanto varonil. Poco después apareció Ida. Me di cuenta además que sería una noche bizarra porque estaba sin querer, solo, rodeado de extranjeros, con una amiga que aún no conocía. Como sucede siempre le pregunte sobre muchas cosas que pensaba escribir luego, y me dio mucho gusto que me entendiera en español pues mi torpeza con el ingles era evidente. Aún no me había contado sobre su novio, ni sobre su vida en Carolina del Norte, ni sobre su gran cariño a los niños en el proyecto en la zona del basurero, ni sobre su vocación romántica, pero cuando empezamos a bailar empezó un gran reloj la cuenta regresiva de nuestro breve amor de dos días.
Hoy la recuerdo, porque entre todos los amores que he tenido, nunca tuve uno más breve, en la mejor época de mi vida.
Lester Giovanni Oliveros Ramírez
Guatemala 27/02/09
En éste lugar agradable tuve el trabajo más idílico y lúdico que jamás imaginé: contar cuentos. Atendía una biblioteca donde organizaba cientos de historias para niños y donde encontré unos relatos alucinantes que luego leíamos y comentábamos. Me sorprendió que a la mayoría le gustara estar en la biblioteca y eran los maestros, para mi sorpresa, a los que no les gustaba la lectura y muchas veces lograban que llevar a sus alumnos a leer fuera el acto más inútil del día. Aún así organizaba lecturas en público y lamenté algunos comentarios fuertes de algunos compañeros.
Una tarde llegó a la biblioteca esta muchacha norteamericana con su saludable sonrisa y sus ojos de niña traviesa y me regaló una pulsera artesanal. Iba con una niña del proyecto y se rieron como cómplices sin decirme nada más. A mi me pareció una de esas extranjeras alocadas que pasan por el mundo coleccionando souvenirs, aunque luego pensé que debía tener los ojos más dulces que había visto en la vida, y que no era un brillo para dudar, sino para confiar en el mañana. Así que al otro día, pese a mi timidez, la saludé y le mostré la pulsera como si fuera un pacto de fraternidad. Me sonrió, y pude ver su desordenado cabello rizado brillando como una corona áurea como la de los Cupidos de alguna pintura del renacimiento. Trabajamos con los niños y servimos comidas a las madres y en un receso terminamos uno a la par del otro. Lo primero que le pregunté fue su nombre, hice una broma con su apellido por algunas declaraciones de Michael Moore; luego, al final, llegó corriendo hasta donde estaba y me dijo en su español atípico, que si podía llegar a Antigua para una fiesta.
El día convenido me dijo que su madre iba estar con ella en la fuente del parque. A mi me pareció extraño que una norteamericana invitara a sus padres a la fiesta, pues ninguna amiga anterior lo había siquiera considerado. Ella estaba frente a esa monumental fuente de piedra con sirenas sosteniéndose los pechos, por donde saltaba, de cada pezón, un chorro de agua. Al verme sonrió aliviada. Me presentó a su madre y a sus amigas y no me sentí tan incomodo como me imaginé y enseguida fuimos a Deja-Vu, Café de una amiga, en donde, para mi buena fortuna, planeaba una exposición de algunas acuarelas que pintaba en la biblioteca en los ratos libres. Tomamos agua mineral y la señora se centro en temas políticos y yo le respondía sin desconfianza lo más honesto que podía. Con mi malísimo ingles trataba de ordenar frases cortas. Ellos eran considerados y parecían entenderme, lo mismo que yo hacía con su español, así que nos considerábamos mutuamente. Ida estaba muy feliz. Me contó que estaba dudando que yo llegara, porque un año antes había invitado a otro amigo y no había llegado. Yo no estaba muy seguro de lo que estaba haciendo y pensé en seguida que tendría que ser amable hasta la media noche, porque no sabía como preguntarle a Ida si su madre nos iba acompañar a algo más que al agua mineral.
Les enseñé mis acuarelas y quedaron muy impresionados. Realmente les gustaban los colores, pero no sé hasta que punto me lo merecía, para mi eran experimentos fáciles con temas infantiles. Para esa fecha tenía una invitación a presentarlas, nada menos que en la Embajada de Estados Unidos, por medio de Elisa Bonfoid, una elegante mujer que también había elogiado mis pinturas hasta compararlas con las de Pablo Picasso. Para ser honesto eran replicas automáticas de los tonos de algunos cuadros del gran pintor, que además admiraba, y sobre todo, no quería ofender con colgarme yo mismo un titulo que no merecía. Era entonces un complot de visitantes y extranjeros fascinados. Yo nada más me quedaba callado, viendo con curiosidad a estos norteamericanos que tenían el dinero para estar en los Champs Elysees en Paris, y por lo tanto no les importaba estar escondidos en una ciudad a punto de derrumbarse.
Mi ansiedad cesó cuando Ida me dijo que iba a dejar a su mamá a un Tuc-Tuc. Caminamos con Becka y Robyn (que por cierto era un nombre de mujer), y llegamos a la Sin Ventura. Me di cuenta en seguida que necesitaba una cerveza. Vi a Becka y me asombró la perfección cinematográfica de sus facciones, era de esas jóvenes que uno ve en cualquier película norteamericana. Era bella. Me enteré que la amiga, había sido su maestra en el último grado de la High School, y no era para nada atractiva, sino un tanto varonil. Poco después apareció Ida. Me di cuenta además que sería una noche bizarra porque estaba sin querer, solo, rodeado de extranjeros, con una amiga que aún no conocía. Como sucede siempre le pregunte sobre muchas cosas que pensaba escribir luego, y me dio mucho gusto que me entendiera en español pues mi torpeza con el ingles era evidente. Aún no me había contado sobre su novio, ni sobre su vida en Carolina del Norte, ni sobre su gran cariño a los niños en el proyecto en la zona del basurero, ni sobre su vocación romántica, pero cuando empezamos a bailar empezó un gran reloj la cuenta regresiva de nuestro breve amor de dos días.
Hoy la recuerdo, porque entre todos los amores que he tenido, nunca tuve uno más breve, en la mejor época de mi vida.
Lester Giovanni Oliveros Ramírez
Guatemala 27/02/09