martes, 28 de febrero de 2017

Sweetness follows-



Cualquier historia que se cuente se dirá que solo puede uno contarla parcialmente. Se necesitarían cientos de ojos para narrar la vida de un solo ser humano. Dicha esta advertencia, no me convencen algunas novelas clásicas, creo más en las historias por contar, y que como siempre son de gente alrededor. Esta es solo una mirada superficial al viejo Jacobo.
Cuando lo conocí yo todavía bebía casi a diario, y más justo sería decir que solo me mantenía sobrio un día a la semana. Él era un señor ya canoso y de porte sencillo, que vivía de vender heladitos artesanales de diferentes sabores, que preparaba junto con su mujer (una señora mucho más joven a la par de él, quizá unos treinta y cinco años menos). Al viejo Jacob se le miraba lo buena gente que era, siempre nos regaló topogigios a mí y a mi compañera, pero lo cierto era que también tenía una debilidad: un gusto incorregible por la cerveza barata de los restaurantes chinos. Eso, me dice él mismo, fue lo que orilló a la mujer a tomar a sus hijos una mañana y largarse lejos sin decirle a donde iba.
Él se quedó solo. A todos nos dijo que su mujer se había ido de vacaciones, hasta tres semanas después que me confesó que la corona de su vida se había ido de una vez por todas, luego de advertirle antes de un año que dejara de llegar todos los días a las dos de la mañana.
Vendió la refrigeradora cuando se dio por vencido que estaba en la ruina moral y que iba a serle difícil hacerla volver. Mi compañera lamentó que ya no íbamos a tener helados de coco a las diez de la noche. Yo recordé cuando probé aquellos helados, que tenían toda la gracia de los años ochenta y el raro gusto de poder estar sobreviviendo un nuevo siglo. Era cierto, los hacían entre los dos y cuando ella se fue, a él se le cayó el mundo. Lo cambiaron de cuarto a uno más pequeño. Le perdonaron dos meses de renta y de llegadas tarde. Me cuenta a veces que recibe mensajes de su mujer que quiere llegar a verlo, pero él tiene miedo que lo vea sin pisto. Allí, amontonados en su cuarto tiene todas las cosas que dejaron los niños. Puedo ver un zapatito perdido por allá.

Conserva el buena humor de sus veinte años, aunque libra una lucha diaria contra la mala soledad de viejo, que apacigua con amigos intermitentes en las mesas de los restaurantes chinos (que ya lo tienen chino, dice él), pero no puede dejar, ni por un solo día, de saborear el lujo de la cebada y lúpulo, es decir, lo amargo.

MIAU!





No me pasa todas las noches, solo algunas de luna llena. Está, en particular, volvía en largo pensar y pensar las horas, ya cuando estaba arropado en medio de la cama. La penumbra variaba según las nubes tapaban la luna. Yo pensaba en cosas simples, en objetos trascendentales, miraba las cosas en bulto y con distracción. Nada era definido, y podía hundirme en el almohadón de gato que tenía bajo mis patitas. Pensé, así, sin estar del todo consiente de la decisión,  que no era conveniente subir las gradas a la terraza, subir al techo a mirar la luna. Ahora solo tenía fuerzas para cerrar los ojos he imaginarla, sentir el aire frío y húmedo y la tensión de una noche en aparente calma, hasta que se oyera un quejido y luego el llanto sostenido de un niño recién nacido, un choque de automóviles si era fin de semana, o el hablar casi en murmullos engolosinados de dos amantes, que aun solos, secretean entre sí, luego de hacer el amor.
Desde allí, podía sentir la quietud, cerrar los ojos con libertad y ver otros mundos imaginarios, escenas de cuentos y novelas que jamás escribiría, cosas enormes y diminutas, cantidad de rostros conocidos y desconocidos, pero sobre todo, el detalle de cada imagen imaginada, tan real aunque no fuera real. No se cómo decirlo, no estoy acostumbrado a pensar tanto. El fragmento más mínimo en mi mente, pero sobre todo estar consiente que había cosas que escapaban de mi control, aparecían con nitidez fuera de mi voluntad. Todo eso, pensado en absoluto silencio, con la luz ya apagada, antes de oír el primer enredo, imaginar sus ojitos nerviosos atentos a todos lados, consiente de su error, sin poder remediar ya nada, asustado.

Luego otro ruido después de exactamente el mismo tiempo en que yo empezaba a ignorarlo, otro enredo, el golpe de una cucharita contra un platito de plata, el ruido dulce de algún empaque plástico, silencio, la luz por la ventana, la luna llena alumbrando al ratón que piensa escapar de un salto, soltar un grito, que no puede, se asfixia en el horror. Luego, juego con él bajo la mesa del comedor, hacemos lo que tenemos que hacer, él se hará el muertito y yo me lo trago.

La autoridad de la barbarie

Me ha parado la policía: ¿Documento de identificación? No lo traigo, respondo. (Los dos oficiales muy serios), uno de ellos alza un cuader...